Previously: La novela familiar (Entrega 1): "Estos textos, estos restos" de Nicolás Rosa.
En 1973, Luis Gusmán publicaba El frasquito, una obra al borde de lo ilegible que, de algún modo, se ha leído en consonancia con El fiord (1969) de Osvaldo Lamborghini y Nanina (1968) de Germán García.
En 1973, Luis Gusmán publicaba El frasquito, una obra al borde de lo ilegible que, de algún modo, se ha leído en consonancia con El fiord (1969) de Osvaldo Lamborghini y Nanina (1968) de Germán García.
Ahora bien, si, por su parte, El fiord, editado por Chinatown, llevaba un epílogo ("Los nombres de la negación") firmado por Leopoldo Fernández (seudónimo de Germán García, compañero en la revista Literal de Lamborghini y Gusmán); por su parte, la edición de El frasquito, que publicó ediciones Noé, también tuvo un prólogo que venía, de algún modo, a volver legible este texto incierto: "El relato fuera de la ley" de Ricardo Piglia (Diego Peller analiza de forma adecuada los usos de la teoría en ambos paratextos de García y Piglia para distinguirlos en este artículo). En dicho prólogo, un joven Piglia, a través de una lectura atravesada por psicoanálisis, estructuralismo y la influencia del telquelismo francés, intentaba trazar una lectura del problemático texto de Gusmán: la figura del padre, las cadenas de significantes y cierta lectura económica se proponían como ideas centrales de su lectura. En las ediciones posteriores de El frasquito, este prólogo desapareció. Como me encanta el anacronismo y con la impronta de continuar con las entregas de mi propuesta frustrada "La novela familiar", adjunto más abajo el prólogo de Piglia.
El relato fuera de la ley (Ricardo Piglia)
Habría que decir de El frasquito que es una novela policial donde el asesino, la víctima, el detective y el narrador son la misma persona: un mellizo ha sido asesinado, se culpa al otro, torturado a la vista de todos, el sospechoso trata de encontrar una salida, su relato va y viene, articulado entre la repetición y el suspenso de un sentido siempre desplazado. En realidad se reconstruye un crimen que nadie recuerda y el único "enigma" que esta confesión permite descifrar es el "misterio" de la paternidad.
1. — El oro y el padre: el asesino
Historia familiar, en este texto fuera de la ley impera el oro y su brillo es el espejo donde se sustituye al padre ausente. Cantor de tangos, Carlos Montana entra y sale de la escena, ordenando alrededor de su presencia la razón de un relato que lo tiene a la vez como génesis y como resultado. Equivalente general, siempre está "en otro lado": obedece a la lógica del oro que debe estar afuera del sistema y no entrar en las relaciones de intercambio para significar, ser el emblema, el signo, la metáfora de toda posesión. "Mi padre reluciente con sus anillos, sus gemelos, su reloj de oro, brilla tanto que no lo puedo mirar". Ausente, sólo deja en el relato la memoria de ese brillo que señala su lugar en el texto familiar: cada vez que aparece el oro o se ven sus cualidades, se está hablando del padre y alguien trata (o desea) ocupar ese lugar. Al final no podrá separarse el encandilamiento que provoca ese fulgor, de una función a la vez mágica y natural, que al dar el nombre, decide el sentido e impone la ley.
Deslumbramiento que atraviesa el relato, es la fascinación que captura la mirada de la madre y la enceguece: cuando esa luz irrumpe, ella "hace ademanes en el aire como si se hubiera quedado ciega, con la mirada extraviada". Oscura, sombría, "le brillan los ojos de placer y se le ilumina la mirada, como si el arco iris le estuviera saliendo por la cara". Si eso que enceguece a la madre y la ilumina es el oro del padre, se entiende que el narrador habla de un extraño "animal bicolor": imagen transparente que enlaza en un mismo registro simbólico "el valle profundo y sombrío" de la madre, con esa luz del padre que es la razón del texto. Acoplamiento que construye una metáfora donde el relato establece su primera relación con el crimen que lo engendra, ese "animal bicolor" que devoró al mellizo, es la desventura de una función negada, culpable, a la que el texto alude de salida. "Decime nena, cuántas veces te dije vas a quedar... A vos te parece que por un minuto de placer te iba a dejar con un hijo": esta frase que opone placer, paternidad, abre el texto y lo enmascara. El instante del placer es un fulgor, un estallido que no tiene duración, pero si el placer deja la marca ese minuto es un destino: de este modo, entre el presente del goce y la "condena" de la procreación se decide el vaivén que articula en un solo movimiento la temporalidad del relato y su "moral".
Para Montana la paternidad es el soporte del placer: "a él no se le para con otra que no sea la madrecita", además quiere "hacer uso", sin "forro", sin "diafragma". La madre, por su parte, "pierde" los hijos, los "aborta", obliga al padre a usar preservativos: para ella el padre debe ser la garantía, el contrato que asegure la economía familiar: como Montana no "aporta", ella se niega a ser madre. En su lógica la paternidad se opone al deseo y la necesidad lo instrumenta: en realidad coloca al semen en el mismo sitio del oro y piensa el placer desde el dinero. Como en la novela el oro del padre es un emblema inútil, la madre —Marx ya lo dijo del dinero— es una prostituta. "Ella siempre nos gritaba que para traernos de comer se tenía que hacer romper el culo por ahí". Prostituyéndose, desplaza: no admite alienar el deseo en la procreación, usándolo para ganarse la vida, lo pone al alcance de todos. Si el padre reprime y desde afuera quiere imponer la ley, la madre desordena y corrompe desde el centro mismo del relato en el que reina. Al negarse a "ser madre" desvía la historia de su cauce "natural" y convierte a la paternidad en un valor de cambio: al enlazar productivamente el oro y el semen, al ganar dinero y dar la leche, para sacar al padre de lugar, lo sustituye. O mejor, lo canjea.
Estas sustituciones son la ilusión de un cambio imposible: "los Pepe", el Pastor, el Paraguayo, que a partir de la inicial hacen de padre en el relato, sufren, en verdad, las consecuencias. En un texto que piensa la paternidad desde el crimen es necesario enmascararse para correr el riesgo: simulacros, disfraces, todos pierden el nombre al ocupar ese lugar y el seudónimo que los encubre hace más visible el hecho de que Carlos Montana sea el único —en toda la novela— capaz de soportar un apellido. Emblema de una función sagrada y culpable, tener un nombre es algo que se gana: por de pronto el narrador pierde el suyo ("te llamarás Federico y no Luis como tu envoltura en la tierra") y cuando recibe la promesa del padrino Pepe ("que me iba a dar su apellido cuando se casara con la madrecita") en realidad se ilusiona con la legalidad de una filiación que el relato mismo hace imposible. No es casual entonces que al final, cuando el Otro, alucinado, reaparece, el "llavero de oro", sea la única herencia que el padre deje como seña de su identidad.
2. — Una economía
Nutrir y alimentar son la "falta" del padre que la madre debe resolver: esa "leche" que no alcanza para todos marca la carencia que define el otro origen del relato. "La madrecita grita lo mató porque quería las dos tetas para él, por angurria". Si el deseo que la metáfora del animal bicolor representa se devora al mellizo, la necesidad hace de la angurria el exceso que motiva el crimen. Lo que enlaza estos dos niveles es el ritual de la comida: desde la "santa cena" del Pastor que alimenta a la madrecita, hasta el delirio antropofágico que encierra la escena donde el paraguayo come "milanesas doradas", hay en el texto una verdadera etnografía alimenticia. En este nivel el relato yuxtapone, imaginariamente, carencia y satisfacción en un sistema único de relaciones necesidad/deseo cuyos límites —canibalismo, incesto— hacen de la transgresión perversa, la negación misma de la función "proveedora" de la familia. Un ejemplo es la relación con la tía que se parece a la madre y le deja ocupar en la cama el lugar del tío, le da de comer "flan con crema", "pollo", "le hace todos los gustos". Este "exceso" es el pasaje hacia el placer sexual: del lujo a la lujuria, los "manjares" son la riqueza que satisface de una vez para siempre toda la "angurria". Esta ilusión se quiebra cada vez que renace: conseguir comida es una de las obsesiones del texto y la escasez que conecta el hambre con la prostitución, retoma en otro plano la oposición de la madre y el padre. Porque mientras ella tiene que "empeñar el culo para traer comida", el padre "—con el paquete blanco de la rotisería debajo del brazo, las botellas de don Valentín, la cerveza especial, el jamón cocido, el jamón crudo, el dulce de batata con chocolate, los bifes de costilla, la ensalada con aceite de oliva, el mantel, para todos, todos podemos comer, lo trajo para comer y no para mirar"— pone en escena la comedia de una riqueza que al exhibir, destruye. Su aparición juega en la economía de la familia la misma función que ese instante de placer que en la sexualidad la madre oponía a la paternidad irresponsable. Montana no produce, gasta y este derroche es el síntoma mismo de su arbitrariedad y su fascinación. Entre el presente absoluto de una satisfacción que hace del consumo un ritual "milagroso" y la necesidad cotidiana de garantizar el futuro, la miseria y la abundancia de la familia se ordenan en un registro arbitrario que depende de la lógica del padre. Como él entra y sale sin orden del relato, su llegada providencial, depende del azar: es una aparición. Cuando se va "siempre deja la plata debajo de la almohada, o sobre la mesita de luz, al lado del reloj, del anillo de oro, de los gemelos de oro. Siempre la misma suma que después la madrecita irá anotando prolijamente en un cuaderno, la cantidad y al lado la fecha". En el futuro el placer siempre se paga con dinero, con la paternidad, es decir, con el dinero de una paternidad que al ser negada, hunde a la familia en la necesidad. Nexo social, el dinero sustituye los lazos de sangre y como es lo vínico que en verdad asegura el porvenir convierte (decía Marx) "en destino la vida de los hombres". La madrecita al "anotar" prolijamente la fecha y la "cantidad", intenta poner orden: como la suma es siempre la misma, anotar la fecha es mostrar en la discontinuidad, el desorden de un futuro imprevisible. Al enlazar el dinero con la temporalidad, por un lado "repite" el vaivén el "minuto de placer" y el "siempre" incierto de la paternidad, que legisla —como vimos— el esquema temporal del relato. Pero a la vez parece que buscara convertir en ley —en la escritura— la arbitrariedad de esa aparición, es decir, parece que quisiera asegurar en las leyes "naturales" de la paternidad, la distribución "milagrosa" de ese dinero que enlaza a la familia con la sociedad. No es casual que en el centro de esta "economía" esté el banco de empeño. Lugar mágico, fuera de la producción donde el oro se deja (como la madre) a cambio de dinero, exhibe en estado puro la "racionalidad" capitalista: el trabajo no es la fuente del valor, hay que tener para poder tener. Tener suerte, voluntad, virtudes personales: "trajes de comunión", "un anillo del abuelo", "una cadenita de oro". Durante un tiempo, esta pérdida, suspendida, produce: después "el remate" quiebra la ilusión de una posesión doble que permitiera tener, a la vez, el dinero y su respaldo. Correlativamente, por debajo de esta "economía" se ordena una moral fetichista en la que los objetos suntuosos del padre (chesterfield, camisas de dacrón, whisky, etc.) son otra vez la sustancia de toda riqueza. Atados por la ley del intercambio donde el oro legisla desde "afuera", lo que el dinero enlaza "adentro", el padre regresa siempre como fundamento del valor, máscara y espejo de la miseria de la familia.
3. — De la cadena a la mirada
Detrás de esta economía mágica hay, como siempre, una "religión" que decreta su sentido: Dios, Jesús, Los Espíritus, el Pastor, el Curandero, puestos en el lugar del padre tienen el poder de satisfacer toda demanda y establecen una ley supersticiosa que marca el mundo ideológico del libro. Como la riqueza (del padre) circula en el relato sin ningún orden, esta arbitrariedad que no se puede explicar, se sacraliza: si el trabajo no es la fuente del valor y hay que tener para tener, la única forma de entrar en esa racionalidad —cuando no se tiene nada— es confiar en el azar (de un Dios) que proveerá. Pero a la vez, para equilibrar el vacío de esa arbitrariedad indescifrable es preciso creer en la fatalidad natural de una existencia prevista. Metafísica lumpen del milagro opuesto al trabajo productivo, que tiene como contraparte, la necesidad de asegurarse el futuro, en la inmutabilidad de un destino fatal. Azar, predestinación: a la vez que se excluye la riqueza de la producción, se hace depender la satisfacción de la providencia. En este sentido, en la novela, para poder pensar la ausencia del padre en la economía familiar hay toda una dimensión mágica, de superstición popular que a partir de un cierto anclaje imaginario asegura "el sentido" de la realidad. En este mundo clausurado donde se excluye toda referencia política, la religión ("la católica", "la protestante") es una forma de conciencia social y los "ídolos" son el espejo donde se borran las determinaciones de clase para que una "historia común" se identifique en la "vida triunfal" de Oscar Gálvez, Gardel o Gatica. Negación de la historia y de la producción en el centro de esta ideología están los espiritistas: ellos reconstruyen para la familia un orden y un sentido. Cuando se toman de las manos "para hacer la cadena" fijan la estructura de una cierta sociedad y en el relato de la vidente, "los espíritus" establecen el texto de una historia familiar. Ceremonia capaz de hacerlo todo en el lenguaje (Gardel habla en la boca de una mujer, el mellizo cuenta su muerte "con sus propias palabras") en la red de este relato mágico sólo se busca encadenar al padre "para que vuelva con nosotros".
Búsqueda, llamado, el otro paso en ese sentido es la "cadena de las cartas", la continuación lógica de un ritual que al sacralizar las palabras las convierte (como al oro) en objeto de culto. Al descifrar o construir un destino en el lenguaje, estas "cadenas" (de oro, de manos, de cartas) son la metáfora de un orden que disuelve y ata una y otra vez a la familia en el vaivén ciego de la fatalidad y la providencia, del azar y el milagro donde la ausencia del padre "se explica". Si no hay paternidad que legitime la filiación, ni trabajo que asegure la economía, fijarse en una cadena es encontrar en la repetición el lugar que asegure el sentido y construir al mismo tiempo, una economía, un parentesco y una religión. "La abuela me dijo que si me suelto de la mano me va a dejar empeñado como dejó la cadena de oro". Soltarse es perder la razón: fijos, encadenados, eslabones cuyo enganche deja afuera el azar, la familia se reconstruye más allá de esa ausencia que la disgrega.
Por otro lado, como es el padre quien, en realidad, sostiene —desde afuera— los dos extremos de esta cadena familiar, su "entrada" en ella la desarma: en esos casos, la familia "se une" alrededor de Montana en el desorden tribal de un intercambio salvaje, primitivo. En la antropofagia, la violación, la tortura o la droga en estas reuniones familiares el orden se quiebra como si la aparición del padre desatara el deseo que antes él mismo encadenaba y al quebrar los límites hiciera de la presencia de la ley, la razón misma de su transgresión.
Al mismo tiempo, lo que impide la disgregación y a la vez enlaza entre sí a estas ceremonias es que son un espectáculo: realizadas a plena luz y siempre con público, la "perversión" hace del exhibicionismo su respaldo "moral". Acuerdo común de las miradas que instaura las reglas y organiza los excesos: todos miran y esa mirada múltiple que constituye la escena familiar hace de los espectadores, cómplices; mientras haya alguien que "pueda ver", parece decir el texto, habrá un orden social y la autoridad estará garantizada. No es casual que de entrada "el policía" sea definido como el que "nunca duerme", el que vigila, siempre con la luz encendida: esta vigilancia es la ley misma. En realidad habría que decir que en este texto el que tiene "la luz" tiene la razón: enceguecerse es perder el sentido, ("se va a enceguecer y la va a matar"), la vidente "parece una ciega" y "los espíritus no resisten miradas". En este juego de luces El frasquito separa el Bien del Mal y funda un código moral "iluminista" que asocia la oscuridad, las sombras, la ceguera, con la irracionalidad y con la muerte: es decir, con la madre a quien —ya vimos— el brillo del padre deja ciega.
4. — Los espejos: el doble
Como en realidad es, una búsqueda de reconocimiento, esta obsesión visual, se asocia con la fascinación que ejercen en el texto los espejos y cualquier superficie brillante donde se refleje una imagen. Si la mirada es lo único que —en el límite— impide que la familia se "pierda", los espejos son el lazo que al duplicar la imagen permiten encontrar en el otro que está ahí, la identidad. "Entonces (escribe el narrador) yo soy la repetición de mi padre". En la repetición (del padre, del hermano gemelo) el tema del doble y del espejo hacen del asesinato del mellizo un juego con la herencia y con la filiación: se mata en el hermano —ha escrito Deleuze hablando de Caín— la semejanza con el padre. Eslabón que ordena la cadena del intercambio familiar, esta semejanza se articula en la madre: ella establece la sintaxis porque es la única que sabe la diferencia (con el padre, entre los hermanos, entre los pepe). Ese saber la nombra ("única palabra que tenemos en común") y a la vez la divide: prostituta entre los Pepe, madrecita con los hijos, es "buena" justamente porque se prostituye para proveer: al ganarse la vida "se pierde" y en esa doble función, es al mismo tiempo dos mujeres: "ella y la otra, la otra y ella", "la que se va de noche y vuelve a la mañana": el padre es el único que puede tenerlas a las dos, a la madrecita y a "la muñeca rubia y sedosa", "cogerlas a las dos". Bígamo, este desdoblamiento es a la vez su privilegio y su condena: el padre es el centro de una historia doble ("mantener dos casas dos mujeres") y en el pasaje de un lugar a otro, el relato recorre el trayecto que decide su sentido. Como puesta frente a un espejo, la familia se desdobla y cada uno se refleja en un doble "perverso": el mellizo bueno y el mellizo malo, la madrecita y la mujer rubia, el padre bígamo. En la coartada de esa repetición está el olvido del origen: la relación de parentesco se disgrega en el cruce de los dobles, los disfraces, las falsificaciones. O mejor: por la repetición (los mellizos, las dos mujeres, las dos casas, el bígamo) se niega la repetición de la paternidad y en la diferencia se quiere ver la identidad.
"Los espejos y la cópula —escribió Borges— son abominables porque multiplican el número de los hombres". El brillo de ese oro que identifica la paternidad es el lugar donde todos buscan una filiación; pero a la vez, tener un doble es perderse en el espejo del Otro. Al asociar los espejos, el brillo y el doble con la función del padre, El frasquito, hace de ese reflejo una condena donde cada uno se pierde, "partido en dos" o se enmascara en el disfraz ilusorio de un doble que en lugar de ocultar la semejanza, la reconoce.
5. — Fotos, escenas
En el centro de esta duplicidad "perversa" están las fotos pornográficas. Por un lado son el reverso de las fotos y las imágenes "santas" que pueblan el relato: objeto de culto, estas "presencias", sacralizadas, son un llamado y una exhortación. En la novela nadie guarda una foto "como recuerdo": igual que en ciertos rituales primitivos, tener la imagen es tener la "presencia". La madrecita se arrodilla para rezarle a la foto del Paraguayo puesta en su bombacha amarilla, construye un santuario donde se rinde un culto perverso que enlaza el deseo con la religión. En el límite de este fetichismo de la imagen, las fotos pornográficas soportan todo el peso del deseo familiar y fijan —hacen visible— ese "minuto de placer" que el relato niega y encubre.
"Recuerdo" de la escena primera, esas estampas que el narrador "se conoce de memoria", provocan, además, el único movimiento real de toda la novela. "Los buscaba por las calles de Once, de Constitución, en cualquier lado iba a reconocer a esa mujer y al hombre pelado": búsqueda que rompe el espacio clausurado de la escena familiar, esta "aventura" —epopeya donde se sintetizan todas las identificaciones— es la única "anécdota" que este libro intenta "narrar". No hay suspenso, ni sorpresa: cualquiera puede adivinar la identidad de esa mujer que "no usa antifaz como las otras", que se parece a la tía: y por otra parte, la muerte de Montana termina de resolver el enigma. "Tenía más de 70 boletas de empeño y estaba pelado". El trayecto que permite en el registro "pornográfico" de imágenes y fotos, de espejos y miradas, de luces y brillos, encontrar en el "hombre pelado" al padre (por fin) empobrecido es, en verdad, el reverso de la escena que organiza todo el libro texto: Montana "se encerró en el baño y empezó a pajearse". La masturbación ("si me la hacía todos los días me iba a secar y cuando fuera grande no iba a poder tener hijos") disuelve al padre en el acto solitario de un placer "secreto": muerte y degradación, el final del relato y su génesis se encierran en este funeral. La "narración" vuelve a empezar en el momento en que termina el relato de los "acontecimientos". Del mismo modo que en las fotos pornográficas ("que se guardan con los forros") ese "minuto de placer" va a quedar para siempre en la imagen, al "embocar la leche en el frasquito" Montana quiere fijar su pérdida: para hacer del semen un signo (igual que el oro) el emblema de una función olvidada "Manifestación visible de lo invisible" (como escribe Rosolato) la eyaculación hace ver ese "misterio" —la paternidad— en el momento mismo en que el padre "se va". Como la madrecita, que al prostituirse, se hacía pagar el placer, Montana convierte el semen en la moneda (fuera de circulación) de un deseo que quiere rescatar. Cuando el padre "acaba", ese semen "malgastado" cierra la historia de los hechos para abrir la escritura (después empezó a escribir) como negación de la paternidad. Al revés de la carta de la cadena donde la madre hacía un llamado, en este caso, la escritura se apoya en ese gasto inútil para intentar un pago: al invertir el placer y la paternidad se garantiza la letra que va a certificar el enlace de la madre y el padre en el juego doble de la masturbación y la prostitución, espejos privilegiados y perversos de la relación familiar.
6. — La escritura del crimen
Dar a luz, dar el oro a partir de esta doble articulación. El frasquito se ordena en un par donde un significante (el oro, el semen) se redobla en un significado (el dinero, la leche) hasta hacer del Padre, ese Otro que al cerrar el relato abre la cadena del sentido y hace posible la escritura. En este movimiento la escritura exhibe su génesis, hace ver sus protocolos: un llamado, un pago, para escribir hay que ocupar el lugar del padre, garantizar la posesión de ese respaldo que permite "hacer las cuentas" (como la madre prolijamente en el cuaderno), ordenar "la suma y la fecha" de la novela familiar en el doble del lenguaje. A la vez, por esa grieta que se abre entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación la obsesión del doble y de la comparación, reaparece en la textura misma del libro. Este abismo entre el que escribe y el que es (de que habla Benveniste), esta distancia es aquí otra vez la del padre: su doble cara hace del texto el espejo donde el que escribe vigila su diferencia con el Otro. Esta fractura que ordena el relato alrededor del par, la semejanza y la repetición (mellizo, bígamo, espejos, madrecita y la otra) es registrada por la escritura a partir del juego de metáforas que en su interior definen el "estilo". No hay causalidad o engendramiento: hay comparación, un régimen de sustituciones y condenaciones que enfrenta y enlaza "casualmente" dos eslabones. La arbitrariedad de este enlace, casi siempre fundado en el adverbio comparativo como hace ver la convención verbal que ordena el relato más allá de cualquier "normalidad". Por otra parte, al relacionar estructuras independientes unas de otras, el relato reproduce, no ya en las frases, sino en el discurso narrativo propiamente dicho, este procedimiento metafórico. En este sentido, no hay estrictamente "narración" porque la narración supone un continuo: hay momentos estáticos, eslabones: no se enlazan "hechos", sino textos, frases, metáforas, palabras. Cada uno de estos "capítulos", cada momento del relato, es un lenguaje que posee su propia gramática: el desplazamiento sintáctico construye sobre la repetición de estos eslabones una sintaxis discontinua. Esta estructura formal de concatenación que sostiene el pasaje arbitrario de un momento a otro del texto, hace de la cadena la forma dominante del relato.
Si por un lado la cadena de la escritura muestra su génesis y en el respaldo de la paternidad certifica el fondo que garantiza su forma: a la vez el relato narra su propio engendramiento. "Me torturan quieren que cante". De entrada, esta violencia que desata la narración explica su desarrollo: quieren que cante como el padre, que ocupa ese lugar. El texto que esa confesión provoca no hace otra cosa que narrar la forma de ese desplazamiento. Al oponer escritura y paternidad el relato se pone fuera de la ley: escritura culpable, "ha ce las cuentas" y se enmascara para realizar el crimen.
Conectado con cierta corriente marginal de la literatura argentina (el sainete, el gauchesco) El frasquito quiebra los verosímiles que señalan la forma de la literatura "popular" a partir de los códigos transparentes de una legibilidad. Con su tratamiento elusivo de los mitos populares, en un lenguaje crispado y "bajo", este texto recupera y hace ver esa "culpabilidad" implícita en toda escritura que se haga cargo de la arbitrariedad que decreta, a partir de cierta lectura social, los "valores" que un sistema literario decide imponerle a esos usos privados del lenguaje, que hemos convenido en llamar "literatura".
Fuente: Gusmán, Luis (1973): El frasquito, Buenos Aires, Noé, pp. 7-23.
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