domingo, junio 27, 2010

Todos somos Osvaldo Lamborghini (Entrega 6)

Entrega 1: "La seducción del gesto" de Antonio Marimón (Punto de Vista, nº 36, 1989).
Entrega 2: Reseña sobre El fiord de Oscar Steimberg (Los Libros, nº5, 1969).
Entrega 3: "[Sobre] Sebregondi retrocede" de Héctor Libertella (en Nueva escritura en Latinoamérica, 1977).
Entrega 4: "De la inasible catadura de Osvaldo Lamborghini" de Sergio Chejfec (Babel, nº 10, 1989).
Entrega 5: "Lengua: ¡sonaste!" de Alan Pauls (Babel, nº 9, 1989).

Tipos de guerras (Luis Chitarroni)

A Osvaldo Lamborghini le tocó, sin que amagara desentenderse, una tarea difícil e insidiosa. Cierto es que en una época de buscas exhaustivas, él había encontrado algo que parecía precozmente inútil, pero es cierto también que eso no avala sino de soslayo el reclamo que un medio pródigo en regateos, mezquindades y envidias puede y podrá hacerle: "¿Qué hay en esta literatura aparte de su estentórea procacidad?" No es menester dar explicaciones; sí, remitir a esos lectores voluntaria o involuntariamente desorientados a las páginas 91/92, 174 a 178, 296/297 de Novelas y cuentos. También en ellas faltan explicaciones, si bien se encontrará allí la voluptuosidad que la omisión adquiere en la obra de los grandes.
Lo que Lamborghini había encontrado, por lo demás, era un estilo, y ese estilo acarreaba un sistema de representación formidable. El valor de ese estilo debe apreciarse críticamente de acuerdo con el efecto de "oscilación/traducción" que Aira detecta en el prólogo. Podría decirse que mientras otros escritores entendían lo que leían, Osvaldo Lamborghini lo escribió, pero la fórmula es sospechosa. Está exactamente en el nivel pavote que hace de lo aforístico un abuso de confianza, algo que OL combatió, a su vez, convirtiendo al juego de palabras en una música sorda con la fuerza de un argumento tajante. (Atajar, tal es, ni más ni menos, una de las tácticas lamborghinianas por excelencia: tipos de guerras fabricados en el acto, a la defensiva pero con gran disimulo.)
Ahora bien, esa práctica tenía un antecedente que, valga la paradoja, se ubica después de Lamborghini, Borges, cuya estrategia fija con la lectura y su semejanza da otro resultado: literatura traducida. Lamborghini, como se verá, se detiene antes, haciendo que la lectura lo complique todo en una especie de festín autofágico que no tiene nada que ver con un ritual obsesivo, dejando a la lengua atragantada por su propia ingestión. Por lo tanto, y ese efecto de "oscilación/traducción" es la prueba, el carácter del hallazgo estilístico lamborghiniano parece confinarse a un género muy pequeño (minimal, dirían): la frase. Que la frase encuentre toda la violencia de una síntesis poética y que al mismo tiempo quede a un paso del programa narrativo, es improbable. Lamborghini lo logra creando un sistema del entre.
El entre de Lamborghini, método de acuñación de frases que se extiende y se expande a sus últimos trabajos —relatos y novelas—, obliga a un vaivén constante entre el idiotismo y la explosión de ingenio, entre el gesto hedonista y el ademán soez, entre el circunloquio modernista y la sentencia gauchesca, entre el cuarto de hotel y la hacienda, entre el ajedrez y la payana, entre la esgrima y el pugilato, entre el negociejo y la estafa de guante blanco, entre la entrada al salón literario y la salida del sindicato. Simultáneamente, el juego de representación que se formula resulta tan variado que el relato o la novela, por más dilaciones que sufra, no puede cortarse, a lo sumo proliferar en otra dirección (cfr. El pibe Barulo). Ante ese estilo de la oportunidad y la viveza, la gran mayoría de los estilos de "redacción" de la narrativa argentina empalidecen, parecen sosos, insípidos, manuales de zonceras fantásticas. "Si la cultura es culpable", decía uno de los editoriales anónimos de Literal, "nuestra inocencia no tiene límites". Y ya que de inocencia se trataba, la literatura de OL es la primera que aparece con los rasgos y las fauces de la impunidad. Cuando el divertimento de una fracción local de aficionados y profesionales era la "transgresión", OL podía exhibir una larga lista, no ya de "textos", sino de relatos y poemas y fragmentos de novelas que hacían imposible la lectura de los "textos", simplemente porque había atravesado lo aleccionador y convencional de esas bravatas y había llevado —él solo— ese malestar a un punto sin retorno. Esto es, a un lugar en el que lo literario, lo inliterario, lo confesional y hasta lo autoconfesional se relevan vertiginosamente en un verdadera travesía del estilo que podría describirse también como una espiral de succión inagotable. Ni trampa ni prestidigitación: aplomo, ocurrencias y mucha lectura (“la paciencia, el culo y el terror" que nunca le faltaron al Marqués de Sebregondi). Si se tiene en cuenta además que OL había devuelto a la intriga su carácter de arte refinado, nadie se sorprenderá de encontrar animosidades y terceros en discordia, intrusos en el polvo que este temporal levanta. De modo que ese periodo que avanza y se agazapa al mismo tiempo, tiembla y amenaza, se contorsiona, se pliega, responde antes de preguntar o pregunta para satisfacer una mera insinuación rítmica, atrasa todo desfallecer con una digresión melodiosa y avecina el tumulto, no sólo parece poner en un lugar secundario a la literatura que se producía simultáneamente sino acomodar en un lugar accesorio (casi diríamos funcional) a la literatura que lo antecede. El resultado respondió a una ambición personal, sin duda, como todas, pero el genio pertenecía a una persona, y se disolverá —esperemos— en la impersonalidad de la literatura, no en el culto del mito.
Durante bastante tiempo la literatura de Osvaldo Lamborghini fue custodiada por lectores amistosos, sin que existiera otro convenio para la exclusividad que el entusiasmo privado o la manía —mientras se publicaban libros en la Argentina— de coleccionar fotocopias. (Y no obstante, tampoco pareció existir para esos lectores una literatura más publicada que esas fotocopias; en esta irrevocable confusión entre lo público y lo privado acaso resida un grave error). Ahora, los lectores subrepticios, mientras el error empieza a disiparse, se vuelven a encontrar en el reino de la paradoja: pueden sospechar la hondura del misterio —porque la literatura de Lamborghini parece insondable—, pero no pueden dar muchas explicaciones —porque no se trató nunca de un secreto profesional.
La terca y tersa unidad del prólogo de Aira a Novelas y cuentos tal vez provenga de este hecho. Los hechos exigen demostraciones, a menos que la confianza en el juicio de los lectores demuestre lo contrario. La unanimidad y la concordancia que Aira evoca en el prólogo —tal vez para amplificar la cortesía— es, uno sospecha con mezquina previsión, ilusoria. El prólogo trabaja lo controvertido de un modo tan absorto y elegante que a menudo parece ilustrar una historia ausente. Pero, al fin de cuentas, hay en los argumentos del discípulo una ambigüedad depravada que siempre defraudará, a los detractores tanto como a los feligreses. Y es que unos y otros querrán un maestro constante o una aversión fija, una circunstancia sin yo o un yo con circunstancia. Nada les gustará leer, si de enemistad se trata, algo distinto de un epitafio. No querrán entender, si se trata de feligresía, que los excesos de taradez que acarrea un seguimiento menos distanciado volverían ilimitada la tarea de imitación. Aira los trata con despiadada ecuanimidad, y hasta deja asomar una clave en la parábola del magisterio que intercala: el maestro dice algo que el discípulo oye mal; el discípulo lee en la mirada del maestro (o en el pasado mismo) una especie de consagración del malentendido. En esa anécdota satori, el discípulo ya es, aparte de prologuista, maestro.

Fuente:
Babel, junio 1989, p. 6

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