viernes, junio 04, 2010

La novela familiar (Entrega 1)

Siempre quise abrir un blog que se llamara "La novela familiar" y que estuviera dedicado a poner en circulación textos de crítica literaria argentina. El nombre sería un tributo al maestro Nicolás Rosa quien en Políticas de la crítica: historia de la crítica literaria argentina (Biblos, 1999) leía a nuestros críticos involucrados en una "novela familiar" al mejor estilo freudiano: parricidios, filicidios y fratricidios. Mi sueño, entonces, era digitalizar diversos artículos, prólogos y fragmentos de libros de crítica literaria argentina para también explorar aquello que Rosa dio en llamar "ficción crítica", un discurso ya no subsidiario de la literatura sino "otra forma de ser de la ficción."
Pues bien, como ese utópico blog seguro quedará en mi lista de proyectos inconclusos, comienzo una serie de entregas con el título "La novela familiar" y que empieza, no podía ser de otro modo, con el prólogo de Nicolás Rosa a su libro La letra argentina en el que traza una suerte de biografía crítica y posiciona su escritura en un entramado de teorías y conceptos que revitaliza el rol de la crítica. Disfruten.

Estos textos, estos restos (Nicolás Rosa)

Revisar viejos textos, asegurarse el placer de la relectura, el goce de ciertos fragmentos y el pudor frente a otros, recuperar viejas ideas —el decoro de mi generación—, el valor de un adjetivo justo y preciso, el encantamiento de la creación de una palabra y creer que se ha logrado un concepto operativo, quizá una categoría teórica, reverse leyendo y escribiendo en el presente, en la actualización de un tiempo que destiñe, deslava los textos, pero que simultáneamente los cubre de una pátina de valores que se pretenden objetivos, preguntarse por quién era ése que escribió estos textos, donde la complicidad de los deícticos oculta la distancia locativa y temporal ¿Quien era ese que escribió?... Barthes ha puntualizado el valor performativo del verbo escribir en la modernidad. Si escribir se ha vuelto autorreferencial no quita que obstinadamente sostengamos la creencia de que siempre se escribe para alguien, o al menos para algo. En mi caso, escribir, escribir crítica, otra forma de ser de la ficción, siempre fue producto de un alto costo físico —la escritura es un capitulo de la Física cuántica pero también lo es de la Anatomía y casi, diría hoy, una verdadera catástrofe psíquica. Escribir algo, hacer del verbo escribir un verbo transitivo. Ya no se trata de saber quien escribe, o por qué se escribe, sino saber qué cosa es escribible que es la única pregunta que, al deshumanizarnos, nos enfrente a desierto de la historia, esa trituradora de imaginarios. Siempre sentí, aunque no sabía explicarlo, que escribir era merodear alrededor del "corazón maligno de todo relato", alrededor de la cosa literaria, a falta de términos menos enigmáticos.
Imaginariamente he sostenido siempre —siempre vale aquí no por un presunto durativo de constancia sino por las intermitencias itinerantes que insisten como yo— que deberíamos hacer de la crítica un discurso autónomo. Todavía persisto en lo mismo, aunque no por las mismas razones. La crítica no puede, no debe, mantener una relación de subordinación con respecto a los objetos literarios sino que, revalorizando una relación dialógica con ellos, debe adquirir su mismo nivel y por lo tanto su mismo rango de ficcionalidad. Podríamos decir, en general, que toda crítica cientificista (positivista) e incluso aquella que postula alguna forma de interdisciplinariedad (?), repone en el objeto sus propias categorías y no da cuenta del objeto mismo, de ese objeto-no objeto, trama lábil de múltiples relaciones textuales. Este objeto —no objeto inestable, indecidible, radicalmente heterogéneo— presupone, crea, genera el sujeto de un saber también ex - céntrico y ubicuo, taxativamente sujeto en perpetuo desvanecimiento y fading, ahora diríamos, contraviniendo todas las reglas, que el estilo es el objeto. Creer, fingir, que la literatura es un objeto-uno leído por un sujeto unitario, es una formación ideológica claramente delimitada en la historia. La historia que sucede (y transforma) al sujeto de la lectura no es producto de las marcas historiográficas de superficie, sino de una historia profunda del registro de lo imaginario, allí donde se alojan las fantasmatizaciones del deseo cuando es rechazado por lo simbólico y negado por la realidad (negación fundante). Si se trata de una historia de los textos (literarios), no es una historia de las formas la que puede dar cuenta de ella, por grande y potente que sea el valor que le otorguemos. No es la forma ni el sistema (valores positivos) lo que define a la literatura, sino ese menos donde se afirma y se funda. Una falta histórica, sociológica, psicoanalítica (para mencionar los saberes dominantes) que la revela como lo faltante del discurso social, como lo no-dicho del discurso colectivizado, como borde o excrecencia de lo pleno lingüístico. Palabra muda si las hay, convoca oídos sordos a la resonancia de lo "estético", a la "palabrería" de las lenguas convocadas, a la "charlatanería" de los discursos sociales, para abrirse a la significación profunda de aquello que la inaugura: la palabra negada, arcaica, del deseo. Pero el deseo no es una categoría epistémica: es un dato originario, no está sometido a ninguna operación lógica. Necesita, exige, una lectura transferencial —a veces se llama pasión— en donde el sujeto se aniquila en el objeto.
Allí donde la palabra del deseo se hace oír, adviene la significación de la obra. Recortar este espacio en los discursos sociales parece difícil, pero no es imposible. La función de la crítica es leer lo negado por la misma literatura (la literatura es censura): las escrituras silenciadas, las obras excluidas de los sistemas, las voces acalladas o aquello de cada texto que ha sido ensombrecido por las lecturas oficiales: aquello intersticial entre el exilio y el destierro. Y es aquí donde reaparece la función política de la crítica: si es posible importar saberes técnicos sobre los que apoyar la reflexión teórica es imposible generar un discurso crítico fuera del entramado social donde se ejerce: la actividad crítica sólo podrá dar cuenta de los fenómenos literarios argentinos o americanos porque son los úni cos objetos "adecuados" a esa reflexión, son los únicos que pueden engendrar una trasferencia positiva, una reincidencia dialógica suficiente. Somos lectores de lo universal, pero sólo somos escritores de lo particular. En esta "falsa" y cruda paralogía se asienta uno de nuestros conflictos mayores. Para mí, este conflicto estuvo resuelto de entrada. Por obra de una alucinante metabolización convertí a toda la literatura que me sirvió de alimento —de Homero a Bourroughs, de Heidegger a Parménides, metabolización increíble en un sujeto proveniente de una familia desclasada y casi proletaria en el sustrato "orgánico" donde se reconstruyó mi vida pulsional en una posteridad convulsiva, donde lo real de mi cuerpo y la triunfante impostura de lo textual todavía hoy viven en conflicto permanente y por momentos demasiado vivido. Si el deseo es real mente una catástrofe en la vida psíquica, diría que, en mi caso, leer mis primeras lecturas, fueron la catástrofe de mi vida imaginaria. Sin esas lecturas, mi vida habría transitado otros ámbitos, escucha do otras voces, recorrido otros caminos, otros destinos.
Al correr de los años, estos textos, más allá de su valor circunstancial, recorrido aleatorio, verdadera "marginalia", son productos de esas viejas lecturas: ninguno de ellos se salva de esas marcas originarias que, seguro, permanecerán secretas para esos otros lectores que como yo, sólo conservan sus propias marcas. Mi trabajo en la institución, de la que no he podido curarme nunca ni efectiva mente, me ha llevado —también una oscura persistencia que proviene del "corazón maligno" ha contribuido a ello— a ocupar espacios innecesarios, aquellos que Barthes llamaría inactuales. Nunca mi elección de objeto crítico estuvo determinada por valores institucionales lo que implica siempre una forma de pasado. En la lucha entre Poder y Saber siempre me incliné y me seguiré inclinando por el Saber, pues si el Saber es por momentos estéril, peligroso y generalmente intratable, el Poder, y sobre todo los poderes del lenguaje son siempre fascistas.
Me he preguntado siempre si el poder institucional tiene algo que ver con el presunto poder de la literatura. El público de las estadísticas no coincide con el fenómeno de la lectura, los "premios" (siempre virtuosos) no coinciden con el valor de las obras, las vanguardias (necesarias) son las articulaciones míticas de la historia, los medios masivos vehiculizan la falsa completud de los discursos sociales —se proponen como la "verdad social" en circulación— y repugnan estrictamente a la literatura. La muestran, la señalan, pero no pueden absorberla; la universidad la desaloja y por momentos la condena: verdugo oficioso del sistema "consagra" la literatura con los santos óleos de la monografía y la tesis, confunde los orígenes, borra las diferencias, reniega lo "otro" en provecho de una supuesta igualdad de las letras: una alfabética. Las revistas: retazos de poesía, metamorfosis de la escritura, itinerante trama textual, revelan el cuerpo parcelado, fragmentado de la literatura, pero no son literatura, son su síntoma y como tal permiten una lectura especular de los espacios negados. Si el crítico (el sujeto ejercido por la crítica) puede alojarse en estos espacios es gracias a un malentendido originario: o todos hacemos como que leemos lo que leemos y no leemos, o hacemos como que leemos y leemos: lectura de un vacío textual, todo lo que debiera estar allí no está, pero imaginamos que debe estar en otra parte. ¿Dónde? ¿Dónde se ejerce la crítica? ¿Dónde, el pensamiento? El espacio institucional es el espacio de la exclusión, de la exclusión de la literatura.
En el imaginario de la crítica contemporánea toman cuerpo tres fantasmas de los que me he hecho cargo sucesivamente: el de la paternidad textual, el de la pluralidad de sentidos de la "obra" literaria y el de la especificidad de la literatura.
Empecemos, como se debe, por el primero: el fantasma de la paternidad textual posee por lo menos dos versiones relevantes y en ambas —entre ambas— nos seguimos moviendo: el reconocimiento y por ende la búsqueda de las fuentes originarias, lugares utópicos donde se dio el nacimiento de la obra que analizamos, una especie de transmigración textual donde las esencias "textuales" se trasfunden en la cadena de padres e hijos, o, en su versión antagónica y más activa: el quasi-mitologema de la diseminación y de la desconstrucción. Ruptura del original y simultáneamente de la copia el proto-padre textual es una reconstrucción imaginaria producto de la lectura que la escritura realiza nachträghikeit. Incertidumbre paterna, operación lógica de las filiaciones que se piensan en las genealogías para encontrarse en el originario mito de fundación y el escándalo lógico equivalente: el fundador es el tío Oscura, paciente, persistentemente —para algunos recaída ideológica— los padres reaparecen, ya no como generadores textuales en su reconstruida arjé, sino como los autores que intentan vindicar su presencia en la biografía de los textos: ¿el autor como figura social podrá desplazar al padre del engendramiento textual?
Como un intento de escapar al autoritarismo del sentido —y por qué no a su prevaricación—, a la fuerza dogmática de un sentido —y por qué no a su dominación—, reivindicamos siempre la multiplicidad de las lecturas, la pluralidad de los sentidos, la varia interrogación incluso la polisemia y la ambigüedad semánticas, hasta la indecibilidad del sentido (Kristeva) y la pluralidad de la escucha (Barthes). En eso estamos. Pero, poco a poco, paulatinamente, quizá insidiosamente, las fórmulas menos leídas de M. Bajtín reaparecen constantemente en nuestro horizonte y una de ellas en particular: todo discurso polifónico acaba siempre por monologizarse.
Esa clausura de la polifonía, ese cierre del plurivocalismo, esa sutura de la hiancia del sentido múltiple, se nos aparece hoy como el choque brutal —por lo teórico— del otro histórico, del otro imposible real, de la ortofonía abyecta del otro como oreja: sólo escucha lo que quiere oír.
El texto literario sólo admite lecturas ciegas y éstas son tres: la de la historia, que conocerán los otros, la del deseo, que sólo conoce el otro pues el saber de nuestro deseo nos es ahorrado, y la del silencio, que aquí asume el valor de horizonte cósmico.
El tercero, el fantasma formalista de la especificidad es más fácil de aventar. Luego del compromiso estructuralista, la literatura se encontró límpida y acerada en su forma y sus formalizaciones pero aislada del conjunto de los discursos sociales, alejada de la heteroglosia circundante. Ese aislamiento metodológico v teórico no se correspondía con su exilio territorial, con su excursión institucional por el contrario, era la aceptación del discurso tecnocrático por la institución como la forma más sofisticada del humanismo universitario.
La literatura, como sinónimo de escritura, no posee ninguna consistencia, es pura insistencia significante en el conjunto de las voces alternas que componen la heterología social. Suponerle funciones es arriesgado: no dice ni comunica nada a nadie, sólo está allí como una marca diferencial, como un resto, como una falla geológica, donde cobran cuerpo las alegorías fantasmáticas del sujeto. Es un discurso excedentario pero riesgoso: la ficción contamina y si esto es cierto, la crítica, el discurso que simula hablar de ese objeto (en este caso como un simulador cibernético) no puede entrar en relación de subordinación o de independencia con respecto al mismo. En realidad, su marca mayor es esa no-entrada-en-relación y algo que generalmente no se admite, su única función es la del desplazamiento que opera: la crítica simula (ahora como un simulacro idólico) el sentido de la obra, simula (ahora como un artefacto isomórfico) la estructura ortocomplementaria de la obra (un doble ausente), incluso simula en sus versiones más perversas (ahora como máquina de producir verosímil) la imposibilidad real de simular la obra.
Estos textos, estos restos, más allá de su incierta, improbable trascendencia, sólo deben ser leídos como lo que son: no como simulacros de los textos a los que aluden, sino como un simulacro de la crítica: ese género imposible que es la ficción crítica. Dicen más del decir que del dicho.

Fuente: Rosa, Nicolás (2003): La letra argentina: crítica 1970-2002, Buenos Aires, Santiago Arcos, pp. 5-10.

1 comentarios:

Lautaro dijo...

Preparando mi examen de Teoría y crítica literaria sobre Nicolás Rosa encuentro este blog. Qué grato! Me gustaría agregar que la primera versión de «Estos textos, estos restos» es del libro Los fulgores del simulacro que publicó en 1987 por la editorial de la UNL.

 

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