sábado, junio 19, 2010

La novela familiar (entrega 4)


Advertencia (Jorge Panesi)

Juntar, rejuntar, contabilizar, reunir. Tareas de aparente totalización, de sutura, de tenaz inventiva para lograr una línea razonable y armónica que demuestre los intereses y vaivenes, tanto azarosos como previsibles, en un sujeto dedicado parcialmente a la crítica. Una línea a toda costa. Esto es siempre posible, y a cualquier costo. Por lo general, módico. Pero la juntura, en este caso, se me ocurre que tiene la apariencia de una remoción de escombros.
La crítica literaria edifica, solicita arquitecturas, avanza en cuidadosas arquitectónicas, postula planos representativos, escalas fieles, erige obeliscos y trata de conservar mausoleos. Sin embargo, siempre remueve escombros: no se sabe qué cuerpos hallará apretujados, qué rescatará de tanta solidificación indiferente y rota. Apremiada tarea, urgente, del día y de la hora (la crítica encadenada al presente): el ahora no se detiene, urge, azota de apremios, pero la remoción debe ser meticulosa, casi exacta, paciente. El apuro la detiene en lo inservible; el detenimiento no garantizará su éxito, tampoco la esquiva admiración erudita. La morosidad con la que lee solamente será un signo indecible de su amor. Se detiene en el cuidado por amor. ¿A qué? No lo sabe. El amor a la literatura le suena abstracto y convoca la chafalonía con que se recubre lo sublime. La crítica literaria evita lo sublime como si se tratara de un incesto. Limitadamente filosófica, quisiera derruir las grandes construcciones estéticas a las que, empero, visita con la frescura y la contemplación de los turistas. No son su territorio: estos palacios fuera de moda le causan admiración porque en su país quedarían reducidos a escombros apenas catalogables por la pasión de la utilidad.
¿Amor a qué? Apenas puede proclamarlo en íntimo falsete para el público que mira de soslayo o pone los ojos en blanco. El público de neófitos ama la literatura en silencio y a la distancia, como a imposibles amantes de las que, incrédulamente, hace tiempo viene escuchando elogiar sus dones amatorios. Para el público escasamente cultivado, la crítica se exalta, y luego, en la intimidad, se avergüenza de la exaltación; en cambio prefiere, para las grandes ceremonias cívicas, un tono modesto de marido fiel que por pudor no puede describir el inconcebible himeneo. Los congresos, el pasillo, o el café (allí retoza entre los suyos) le permiten la reglada euforia del momento. Allí la camaradería estrecha no convoca el objeto de amor; la intimidad es con los rivales o con los aliados. Toda declaración de amor queda allí vedada y, como en los conventos, cualquier gesto encendido suscitará el escándalo. Se siente segura mientras sabe que confraterniza con desahuciados.
Inconfesable, reclama siempre nuevos lenguajes para la confesión. Secretea y finge que devela secretos. Se entrega a devaneos prostibularios y sueña con quien habrá, por fin, de sacarla a la luz redentora. Porque es hija de la luz, cree en sus razones a pesar de una condena histórica al encierro que la enclaustra, y la hace ensimismarse en la plegaria no atendida. Esclava conventual, la sumisión la vuelve hoy manumitida orgullosa, liberta extraviada que sólo atina a proclamar su libertad sin uso; ha trazado su reino de negritud con los iguales, pero sueña siempre con aquellos tiempos cuando las cadenas engrandecían a este mismo amo al que hoy ama en el silencio y en el secreto fervoroso de la celda donde se ha encerrado.
Remueve escombros. Casi estupefacta no quiere las razones que, bien sabe, son la causa del desastre. Su causa siempre ha sido la demolición y el ataque. Comprende que ha heredado de su amo la furia y las ansias de ensanchar las fracturas. Si compone, si se recompone o se vuelve sedentaria, pierde su razón de existencia. Benjamin ironizaba: guerrera en el combate literario. Siente hoy que la escaramuza se ha reducido y que la guerra es exigua, trinchera de provincias, focos aldeanos cuyo fin la indiferencia ya ha decretado.
La melancolía (es el tono de estas líneas, tal vez pretenciosas por el desliz hacia el patetismo) podrá ser una emoción exagerada que el crítico no debería permitirse. Sucede que los prólogos de la crítica se han convertido en un salón de tránsito ceremonial surcado de agradecimientos corteses hacia corporaciones, conventos, Estados, becas. Recuerdan los atildados prólogos del Siglo de Oro que mentaban marqueses y condes, sin poder desterrar ni la verdad ni la intrínseca falsedad de su retórica. Siempre he rescatado, sin embargo, aquellos prólogos que agradecían a esposas norteamericanas por el ensanchamiento de sus tareas domésticas y por el acto de amor servicial que las transformaba en dactilógrafas. La técnica casi ha borrado estos agradecimientos de los prólogos profesorales. Permanece (y esto me llena de sospechas) el reconocimiento a la paciencia de los colegas que han leído el manuscrito. ¡Dios me libre de algún colega mío leyendo tijera en mano (como Ezra Pound versus The Waste Land) estos manuscritos! Tuve cinco lectores de esperpentos1 (también creo que han sido mis maestros, pero uno nunca sabe qué cosa es ser maestro o discípulo, salvo en la infantil imitación de los gestos, o en el embobado plagio, y no siempre de lo bueno). Sí es cierto que me han leído (apenas alguno que otro de estos escombros), lo sé con certeza porque jamás han sido indulgentes. Les agradezco precisamente eso. Aunque como es célebre: "me hubiera gustado que también les hubiese gustado".
Tarde para preguntar: si hay un "gusto" en la crítica literaria, jamás escapa a la estricta regencia de la moda (al igual que en todos los restantes aspectos). Por eso, también tiene un carácter cómico quien esperanzado junta viejos retratos creyendo salvarlos del tiempo. La crítica literaria amarillea más pronto que la hoja del periódico.
Lugar de la gratitud, de la promesa, de la reticencia y la justificación, también el prólogo es el lugar del exceso. Con sentimiento de culpa quisiera convertirlo en el lugar del perdón. El exceso, como las rabietas (o su sucedáneo trágico, el suicidio), están dirigidos. Supongo que el lector de prólogos apreciará esta advertencia excesiva, puesto que lo imagino como un ser cómodo, también chismoso, y curioseador sin compromisos. No tiene mucho tiempo, no quiere perderlo y le gusta saber si vale la pena seguir adelante. Con toda seguridad, es casi un crítico literario. Una de las tareas tradicionales de la crítica ha consistido, justamente, en escribir prólogos. Que son escombros melancólicos del tiempo, o como a propósito del presente dispararía algún colega acertado y mordaz: ladrillos apilados con pesada ineptitud discursiva.
Estado de ánimo (en otro contexto debí haber escrito "estado de la crítica"). Pero se trata del mío, únicamente. Que en el rejunte sólo puede remover escombros. El tango diría: "no hace escombros el que quiere"; o tal vez, alguien más académico, casi como yo mismo: "hacer escombros, después de todo, no tiene nada de escandaloso". Es un ejercicio de paciencia y de modestia.

1 Enrique Pezzoni, Ana María Barrenechea, Josefina Ludmer, Tamara Kamenszain y Ariel Schettini.

Fuente:
Panesi, Jorge (2000): Críticas, Buenos Aires, Norma, pp. 9-13.

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