En El tilo (2003), César Aira, además de construir su propia y delirante ficción peronista, retoma la figura del niño en el cruce entre la violencia y la política que había exhibido Osvaldo Lamborghini con "El niño proletario" pero que ya podría rastrearse en el niño que muere degollado por el toro en El matadero de Echeverría. Así, el narrador de la novelita de Aira nos presenta una "leyenda pringlense" que de alguna manera invierte y reactualiza la figura del niño amenazado por la violencia política, la leyenda pringlense del Niño Peronista.
[...] No podría confirmar las virtudes especialmente sedantes del Tilo Monstruo porque ese árbol ya no existe; fue echado abajo en un acto irracional de odio político, el acto final de la leyenda pringlense del Niño Peronista —que se había refugiado en su copa una noche, y una banda de fanáticos furiosos que lo perseguía atacó el tronco a hachazos... Ese niño, de mi edad, de mi época, con el que puedo identificarme plenamente, se había vuelto un símbolo por razones familiares. "El niño peronista": ¿a quién se le puede ocurrir? Los niños no tienen identificación política, no son de izquierda ni de derecha; éste debía de ser ignorante de lo que encarnaba. Pero el símbolo, como un virus fatídico, lo había infectado. Por otro lado, la infancia puede serlo todo, como reflejo o analogía. Y además, la idea, alentada por el mismo Perón, era la de una evolución de la que resultaban necesariamente niños peronistas; había una biología del peronismo.
Lo más extraño fue que esa banda era un comando de la Resistencia peronista, encabezado por el colchonero Ciancio. Una compleja serie de malentendidos los había llevado a confundir el "signo" (el positivo y el negativo) de la simbolización que transportaba el niño. Lo que indica la complejidad de nuestras querellas políticas, que una simplificación posterior ha querido pintar en blanco y negro.
Esa cruel medianoche, el sonido de los hachazos se repetía como un tam tam de terror... Dije que yo era contemporáneo, y nada lo prueba más que lo siguiente: el único libro que tuve en mi infancia, o el único que recuerdo, era el libro de Sambo, un precioso librito no guillotinado en ángulos rectos como todos los libros sino con el perfil de un árbol (¡cuánto daría por tenerlo ahora!); el Niño Peronista también debía de tenerlo, o haberlo visto, porque era muy popular entonces, no sé por qué: Sambo, el niñito negro, se refugiaba de los tigres en la copa de un árbol, los tigres empezaban a dar vueltas allá abajo hasta que se fundían en una crema, según recuerdo. Pero el Niño Peronista estaba haciendo realidad la fábula, que seguía siendo a su modo, en el símbolo, una fábula de animales. ¿Acaso a los antiperonistas no los llamaban "gorilas"? ¿Y los gorilas no anidan en los árboles?
Los hachazos, y la cúpula de la medianoche encima de la Plaza, en cuyas eclípticas tenebrosas se realizaba un viaje interplanetario a todos los horrores sin nombre de la vida; a todas las figuras que alguna vez serían el arte. A otros mundos, mundos al revés, donde peronistas y antiperonistas intercambiaban posiciones.
Ese tam tam del hacha, en la oscuridad, he seguido oyéndolo todo el resto de mi vida, cada vez que pongo la oreja contra la almohada; no lo oí en la realidad, pero lo oí en los relatos del episodio que me hacía mi madre. No importa que ahora sepa que son los latidos de la sangre; ellos también pueden simbolizar esa amenaza... Tengo que cambiar de posición, ponerme boca arriba, lo que me resulta incómodo y no me permite dormir. De ahí viene el hábito cruel de no poder dormir, que lleva a pensar que no se puede vivir más.
Envueltos en el prestigio de la leyenda, adornados, deformados, esos hechos pasaron en la realidad. Es increíble que pasaran, parecen inventados, y sin embargo pasaron, y yo estuve ahí, si no en la copa del árbol sí en esos días, en ese pueblo, en ese mundo que hoy está tan lejos. Toda mi vida se tiñó de ese color irreal de fábula; nunca más pude hacer pie en la realidad.
Los libros, el arte, los viajes, el amor, las remanidas maravillas del universo, han sido una multicolor derivación de esa leyenda: todo lo que estaba en el mar oscuro encima del árbol. En ellos he sublimado la falta de una vida real... y hasta me he considerado un privilegiado. Pero la desaparición de aquel gran árbol terapéutico, en el sistema simbólico, tuvo sus efectos. Heredé una disposición nerviosa que me atormenta; en el centro de mi ser resuena una vibración que al llegar a la piel (y llega siempre, porque está ahí, siempre, cada minuto) me causa una inquietud más grande que el pensamiento... Me impide seguir viviendo, esa ansiedad... Pienso en la muerte, yo que nunca debería pensar en ella. Era inevitable que buscara remedio en el alcohol, en las drogas, sobre todo el alcohol, rompiendo sobre mí como un oleaje de desesperación... Levantarme de la cama a la madrugada, incapaz de resistir un instante más esa inquietud, y pasearme por la casa oscura hasta comprobar una vez más, como todas las noches, que no hay ningún lugar. La muerte no es una solución porque mi cadáver también va a levantarse... ¿Qué puedo hacer? Es involuntario, me domina... [...]
Fuente: Aira, César (2003): El tilo, Rosario, Beatriz Viterbo, pp. 9-13.
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