Este sábado 02 de julio la novísima editorial Marciana (facebook, twitter) presenta sus dos primeros títulos El increíble Señor Galgo, de Diego Vargas Gaete; y La máquina de rezar, de Bob Chow. Para más info, va el flyer al final del post.
A continuación, dos capítulos de El increíble señor Galgo, del escritor chileno Diego Vargas Gaete, quien ya la rompió toda el año pasado con su novela La extinción de los coleópteros (Momofuku, 2015). Se agradece al dedicado editor de Marciana, Denis Fernández, y larga vida al pequeño pero pujante proyecto!
BORRADOR DE PARCHE ANTES DE LA HERIDA,
ÚNICA NOVELA DE ANTONIO GALGO
Editorial Cuesco Azul, noviembre 2013. Colección privada. Extracto.
PARTIDA: En mi infancia tenía la forma de una raya hecha con tiza. Desde ella salían los incipientes atletas. Era el principio de la derrota o el primer trago de la dulce victoria. VICTORIA: Pueblo ubicado a sesenta kilómetros de Temuco. Allí quedaba el segundo campo que tuvo mi padre. Estaba plantado de pinos. El bosque se quemó durante un verano. La riqueza familiar se hizo humo en pocas horas. HORA: Espacio de tiempo creado para justificar la inercia del hombre. Durante mi adolescencia tuve un amigo que solía preguntar la hora de la siguiente manera: «por si acaso, ¿me podría decir la hora?» No sé por qué pero me daba vergüenza ajena. AJENA: Ese mismo amigo, que sin pedírselo se ofreció a ayudarme con la construcción de una banca para levantar pesas, de un día para otro me dejó solo con la faena porque el artilugio sería mío y por tanto la tarea se le hacía ajena a sus intereses. INTERÉS: No tengo interés en hablar mal de los bancos e instituciones financieras. No se lo merecen. Mejor mato a mis propios piojos. PIOJO: Bicharraco comúnmente asociado con falta de higiene y pobreza, pero Frau Müller, nuestra profesora jefe en el colegio Germano de Temuco, solía descubrirlos en las rubias cabelleras de sus alumnos. ALUMNO: Siempre hay alguien dispuesto a enseñarme con firmeza. Lo malo es que nunca he podido revertir tal situación y jamás he podido enseñarle a nadie, ni siquiera a guardar silencio. SILENCIO: El silencio me sale innato. Podría competir por Chile. Lograría un puesto destacado. DESTACAR: Desde hace un tiempo en mi familia se resignaron a que yo sea el número de la ruleta donde no se ponen las fichas. Algún día daré una sorpresa. Mientras tanto he sido destacado en siete concursos literarios de poca monta. Al escribir, mi temor al ridículo sigue intacto. INTACTO: Como mis apuntes de la Escuela de Derecho que jamás volverán a ser leídos. LEER: Tragar y tragar palabras que pronto escaparán de mi cerebro como balas. BALA: A los quince años quise ir a los Juegos Olímpicos. El deporte escogido fue el atletismo, en específico el lanzamiento de la bala. Un adoquín de gran peso y el patio de mi casa se transformaron en los implementos básicos de mis entrenamientos. Pasada una semana el jardín estuvo lleno de hoyos. Pasada otra semana mi padre me dijo que todo era un esfuerzo inútil y yo le hice caso. HÁGANME CASO: No soy dado a dar consejos, pero si me ponen una pistola en la frente diría que avanzar en línea recta es el camino más corto para extraviarse. Lo digo por experiencia propia. Es preferible dar vueltas en redondo, o incluso caminar a tientas, sobre una mancha de hielo. HIELO: La ley del hielo sigue vigente. Guardar silencio frente a alguien que nos desagrada constituye una sanción necesaria. NECESARIO: Es necesario machacar este teclado a fin de obtener estas palabras de mierda. MIERDA: Hace poco pasó hecho mierda un proyectil cerca de mi cara. Era el público que se manifestaba. No olía a materia fecal. Sí zumbaba como una bala y dibujaba una sola línea. LÍNEA: Ya lo dije, se parecen a las partidas marcadas con tiza. TIZA: Polvo venenoso que tragaron, tragan y tragarán los profesores. Ojalá muchos de mis maestros de colegio hayan engordado con la exquisita tiza. TIZA: Se repite la definición ya dada. DAR: Si yo les doy sueño, a cambio, ustedes dejen de leer.
MENSAJE ENCONTRADO EN UNA BOTELLA EN KOEKOHE BEACH
Nueva Zelanda, junio 2020.
Se atribuye su autoría a Joaquín Fonseca, chileno desaparecido en alta mar en febrero del 2013.
No pido auxilio ni me interesa que me busquen. Tomen este mensaje como un libro de reclamos flotando en el océano, un grito destemplado, qué se yo, al fin y al cabo cada uno interpreta lo que se le antoja. Voy a partir desde el lugar más obvio: mis primeros manotazos por zafar de la situación que nos acogotaba. Al principio usé el aparato de radio. Caminaba kilómetros en busca de una señal mientras Rogelio y Paula se encargaban de recoger leños y buscar comida. Después de una semana logré comunicarme. El problema es que mi interlocutor hablaba en chino o coreano, no lo sé. Quizás nunca me creyó que estábamos perdidos en una isla. Así estuve hasta que la batería se murió y el aparato pasó a ser una especie de matamoscas y/o martillo rompe cocos. Disculpen, es la falta de vitamina B lo que me hace divagar. Hace ya muchos años mi madrina me obligaba a comer verduras, pero yo las escupía en una servilleta apenas ella pajareaba. Quizás, si no le hubiera porfiado, ahora tendría una fortaleza inusual en mis neurotransmisores y no pensaría todo el día en las tetas de Paula o, mejor dicho, en cómo se movían de arriba hacia abajo la última vez que culeamos, antes de embarcarnos en el yate. Sí, dije: culeamos. Así se dice en mi tierra. Con Paula teníamos eso que ciertas revistas llaman química. Si no fuera por el miserable de Rogelio la cosa sería diferente. Rogelio el narrador sensible. Rogelio el amigo delicado. Rogelio el consejero de mujeres. Rogelio, Rogelio, Rogelio, púdrete. Como les iba diciendo, si hay algo bueno de estar en esta isla es que puedo correr desnudo por la arena. Eso lo hago cuando no sopla ni una pizca de viento. Si mi hijo estuviera vivo correríamos entre las palmeras, pero Marcelito tragó demasiada agua y murió a cincuenta metros de la costa. Pobre. Lo tuve en mis brazos toda una tarde: frío, inerte, morado y cuando me decidí a cavar su tumba recordé el funeral de mis padres. Perdón, se me olvidaba, es la falta de vitaminas, el comienzo de todo es que soy huérfano.
Si no me equivoco el yate se hundió hace siete años. Cada vez que pienso en el naufragio recuerdo a mi madrina repitiéndome que a mis padres les habría gustado que yo fuera feliz. Ella a veces se asomaba por la casa de acogida en la que me crié y me llevaba a almorzar o al cine. Yo me comportaba como un quiltro obediente, esperando que al finalizar la tarde me dejara vivir en su casa. No sé por qué recuerdo estupideces. Debe ser la nostalgia. Siempre me pasa lo mismo. Pero volvamos a lo importante: del accidente rescaté la radio, algunas provisiones y un maletín de cuero cargado de dólares que aún uso de almohada; mi herencia. Sin embargo, lo peor de todos estos años es el olor a marisco impregnando en mi cuerpo. Eso me pasa porque aprendí a capturar langostas con las manos. Tal faena se puede hacer cuando el sol se esconde al fondo del océano y justo aparecen unos rayitos violetas que obligan a los bichos a dar vueltas y vueltas en círculos. No se lo cuenten a nadie: soy un superviviente.
A veces corre un poco de brisa. El clima se tuerce a cada rato. La culpa la tienen los aerosoles y los aires acondicionados. En alguna parte, no tan lejos, algún ingenuo debe estar rociando una nube de insecticida sobre un montón de moscas, mientras recibe en la cabeza un aire más artificial que mi esperanza. Yo prefiero no resfriarme. Me salen mocos. En la escuela tuve un compañero que se los sacaba usando su dedo índice y era capaz de arrojarlos a distancia. Si me los tiraba al pelo me daban arcadas. Les tomé asco en el funeral de mis padres. Ese día me salieron mocos verdes, bajaron hasta mi boca y yo no hice nada. Solo recibí las palmaditas de consuelo en mi pequeña espalda. Por suerte acá no me he enfermado. La última vez que sucedió fue en el Puerto de Valparaíso. Llevábamos dos semanas de navegación y recalamos para aprovisionarnos. Rogelio, mi profesor del taller de cuentos, el mequetrefe que se coló al viaje gracias a que se hizo amigo de Paula, me invitó a conocer a un colega. Como Rogelio además era peluquero pensé que el escritor había sido una de sus conquistas. El tipejo se llamaba Antonio Galgo y resultó ser un idiota. Era alto y tenía rulos, como Rogelio. Era un vendedor de humo que solo quería publicar su novela, como Rogelio. Un consejo: desconfíen de gente así. Paula nos esperaba en el yate, pero Galgo, con un mal gusto impresionante, mientras bebíamos se puso a citar libros como una cotorra. Regresamos al embarcadero a las cuatro de la mañana. Yo tenía puesta una camisa manga corta. Me resfríe en dos tiempos. Por eso, al día siguiente, cambiamos la ruta y apuntamos la proa hacia el clima cálido de la Isla de Pascua. Algunas noches salía a cubierta y pensaba en papá y mamá, en todos los huérfanos del mundo, en mi hijo y las cosas que le enseñaría durante el viaje. Hasta que me quedaba dormido protegido por las estrellas.
Todo lo que sé de mamá es gracias a mi madrina. Se supone, y así lo confirman un par de fotografías, que tengo su mismo color de pelo. De papá heredé el pie plano, la nariz de gancho y otras tantas inutilidades. Ellos murieron sin poder verme crecer. Yo envejezco sobre la tumba de mi hijo. Alguna vez mi madrina me dijo que la familia es sagrada. Para ella fue fácil decirlo: se convirtió en mi tutora, se quedó con el dinero de mis padres y además era hija única. Paula tampoco tenía hermanos y Rogelio… ¿a quién le importa? Yo quería tener una de esas familias que usan camionetas con tres corridas de asientos. Imaginaba que pronto nos rescatarían y volvería a empezar todo de nuevo. Mi plan B fue nadar, una y otra vez, hacia los restos del yate y poner a salvo lo que sirviera. Entre tanto, Rogelio y Paula salían a buscar alimentos. Un día, cansado de las jornadas de natación, decidí entrar al bosque contiguo a la playa. Pensaba cazar lagartijas. Tenía mucha hambre (aún no aprendía el truco de las langostas). Esquivé ramas y llegué a un arroyuelo. Algunos pajaritos de colores volaron de un lado a otro. A lo lejos oí un ruido. Caminé en puntillas. El pasto, verde y alto, frenó mi avance. Entonces, desde el suelo se incorporó Rogelio. Luego apareció Paula. Estaban en pelotas. No me vieron. Tomé un palo. La cabeza de Rogelio se abrió como un melón. Paula chillaba. Con todas mis fuerzas le quebré el cuello. Lo más sabroso fueron sus muslos. Sus costillas las hice sopa. El amante, si les interesa, se fue al fondo del mar y su pene de burro se convirtió en almuerzo de cangrejos. El yate se hundió por completo una semana después.
Me pregunto si alguien todavía me estará buscando, si este suelo de arena no será fruto de un mal sueño, si ese tal Galgo habrá publicado su novela. No hay caso, otra vez estoy recordando estupideces en vez de decidirme a arrojar esta botella al océano.
ÚNICA NOVELA DE ANTONIO GALGO
Editorial Cuesco Azul, noviembre 2013. Colección privada. Extracto.
PARTIDA: En mi infancia tenía la forma de una raya hecha con tiza. Desde ella salían los incipientes atletas. Era el principio de la derrota o el primer trago de la dulce victoria. VICTORIA: Pueblo ubicado a sesenta kilómetros de Temuco. Allí quedaba el segundo campo que tuvo mi padre. Estaba plantado de pinos. El bosque se quemó durante un verano. La riqueza familiar se hizo humo en pocas horas. HORA: Espacio de tiempo creado para justificar la inercia del hombre. Durante mi adolescencia tuve un amigo que solía preguntar la hora de la siguiente manera: «por si acaso, ¿me podría decir la hora?» No sé por qué pero me daba vergüenza ajena. AJENA: Ese mismo amigo, que sin pedírselo se ofreció a ayudarme con la construcción de una banca para levantar pesas, de un día para otro me dejó solo con la faena porque el artilugio sería mío y por tanto la tarea se le hacía ajena a sus intereses. INTERÉS: No tengo interés en hablar mal de los bancos e instituciones financieras. No se lo merecen. Mejor mato a mis propios piojos. PIOJO: Bicharraco comúnmente asociado con falta de higiene y pobreza, pero Frau Müller, nuestra profesora jefe en el colegio Germano de Temuco, solía descubrirlos en las rubias cabelleras de sus alumnos. ALUMNO: Siempre hay alguien dispuesto a enseñarme con firmeza. Lo malo es que nunca he podido revertir tal situación y jamás he podido enseñarle a nadie, ni siquiera a guardar silencio. SILENCIO: El silencio me sale innato. Podría competir por Chile. Lograría un puesto destacado. DESTACAR: Desde hace un tiempo en mi familia se resignaron a que yo sea el número de la ruleta donde no se ponen las fichas. Algún día daré una sorpresa. Mientras tanto he sido destacado en siete concursos literarios de poca monta. Al escribir, mi temor al ridículo sigue intacto. INTACTO: Como mis apuntes de la Escuela de Derecho que jamás volverán a ser leídos. LEER: Tragar y tragar palabras que pronto escaparán de mi cerebro como balas. BALA: A los quince años quise ir a los Juegos Olímpicos. El deporte escogido fue el atletismo, en específico el lanzamiento de la bala. Un adoquín de gran peso y el patio de mi casa se transformaron en los implementos básicos de mis entrenamientos. Pasada una semana el jardín estuvo lleno de hoyos. Pasada otra semana mi padre me dijo que todo era un esfuerzo inútil y yo le hice caso. HÁGANME CASO: No soy dado a dar consejos, pero si me ponen una pistola en la frente diría que avanzar en línea recta es el camino más corto para extraviarse. Lo digo por experiencia propia. Es preferible dar vueltas en redondo, o incluso caminar a tientas, sobre una mancha de hielo. HIELO: La ley del hielo sigue vigente. Guardar silencio frente a alguien que nos desagrada constituye una sanción necesaria. NECESARIO: Es necesario machacar este teclado a fin de obtener estas palabras de mierda. MIERDA: Hace poco pasó hecho mierda un proyectil cerca de mi cara. Era el público que se manifestaba. No olía a materia fecal. Sí zumbaba como una bala y dibujaba una sola línea. LÍNEA: Ya lo dije, se parecen a las partidas marcadas con tiza. TIZA: Polvo venenoso que tragaron, tragan y tragarán los profesores. Ojalá muchos de mis maestros de colegio hayan engordado con la exquisita tiza. TIZA: Se repite la definición ya dada. DAR: Si yo les doy sueño, a cambio, ustedes dejen de leer.
MENSAJE ENCONTRADO EN UNA BOTELLA EN KOEKOHE BEACH
Nueva Zelanda, junio 2020.
Se atribuye su autoría a Joaquín Fonseca, chileno desaparecido en alta mar en febrero del 2013.
No pido auxilio ni me interesa que me busquen. Tomen este mensaje como un libro de reclamos flotando en el océano, un grito destemplado, qué se yo, al fin y al cabo cada uno interpreta lo que se le antoja. Voy a partir desde el lugar más obvio: mis primeros manotazos por zafar de la situación que nos acogotaba. Al principio usé el aparato de radio. Caminaba kilómetros en busca de una señal mientras Rogelio y Paula se encargaban de recoger leños y buscar comida. Después de una semana logré comunicarme. El problema es que mi interlocutor hablaba en chino o coreano, no lo sé. Quizás nunca me creyó que estábamos perdidos en una isla. Así estuve hasta que la batería se murió y el aparato pasó a ser una especie de matamoscas y/o martillo rompe cocos. Disculpen, es la falta de vitamina B lo que me hace divagar. Hace ya muchos años mi madrina me obligaba a comer verduras, pero yo las escupía en una servilleta apenas ella pajareaba. Quizás, si no le hubiera porfiado, ahora tendría una fortaleza inusual en mis neurotransmisores y no pensaría todo el día en las tetas de Paula o, mejor dicho, en cómo se movían de arriba hacia abajo la última vez que culeamos, antes de embarcarnos en el yate. Sí, dije: culeamos. Así se dice en mi tierra. Con Paula teníamos eso que ciertas revistas llaman química. Si no fuera por el miserable de Rogelio la cosa sería diferente. Rogelio el narrador sensible. Rogelio el amigo delicado. Rogelio el consejero de mujeres. Rogelio, Rogelio, Rogelio, púdrete. Como les iba diciendo, si hay algo bueno de estar en esta isla es que puedo correr desnudo por la arena. Eso lo hago cuando no sopla ni una pizca de viento. Si mi hijo estuviera vivo correríamos entre las palmeras, pero Marcelito tragó demasiada agua y murió a cincuenta metros de la costa. Pobre. Lo tuve en mis brazos toda una tarde: frío, inerte, morado y cuando me decidí a cavar su tumba recordé el funeral de mis padres. Perdón, se me olvidaba, es la falta de vitaminas, el comienzo de todo es que soy huérfano.
Si no me equivoco el yate se hundió hace siete años. Cada vez que pienso en el naufragio recuerdo a mi madrina repitiéndome que a mis padres les habría gustado que yo fuera feliz. Ella a veces se asomaba por la casa de acogida en la que me crié y me llevaba a almorzar o al cine. Yo me comportaba como un quiltro obediente, esperando que al finalizar la tarde me dejara vivir en su casa. No sé por qué recuerdo estupideces. Debe ser la nostalgia. Siempre me pasa lo mismo. Pero volvamos a lo importante: del accidente rescaté la radio, algunas provisiones y un maletín de cuero cargado de dólares que aún uso de almohada; mi herencia. Sin embargo, lo peor de todos estos años es el olor a marisco impregnando en mi cuerpo. Eso me pasa porque aprendí a capturar langostas con las manos. Tal faena se puede hacer cuando el sol se esconde al fondo del océano y justo aparecen unos rayitos violetas que obligan a los bichos a dar vueltas y vueltas en círculos. No se lo cuenten a nadie: soy un superviviente.
A veces corre un poco de brisa. El clima se tuerce a cada rato. La culpa la tienen los aerosoles y los aires acondicionados. En alguna parte, no tan lejos, algún ingenuo debe estar rociando una nube de insecticida sobre un montón de moscas, mientras recibe en la cabeza un aire más artificial que mi esperanza. Yo prefiero no resfriarme. Me salen mocos. En la escuela tuve un compañero que se los sacaba usando su dedo índice y era capaz de arrojarlos a distancia. Si me los tiraba al pelo me daban arcadas. Les tomé asco en el funeral de mis padres. Ese día me salieron mocos verdes, bajaron hasta mi boca y yo no hice nada. Solo recibí las palmaditas de consuelo en mi pequeña espalda. Por suerte acá no me he enfermado. La última vez que sucedió fue en el Puerto de Valparaíso. Llevábamos dos semanas de navegación y recalamos para aprovisionarnos. Rogelio, mi profesor del taller de cuentos, el mequetrefe que se coló al viaje gracias a que se hizo amigo de Paula, me invitó a conocer a un colega. Como Rogelio además era peluquero pensé que el escritor había sido una de sus conquistas. El tipejo se llamaba Antonio Galgo y resultó ser un idiota. Era alto y tenía rulos, como Rogelio. Era un vendedor de humo que solo quería publicar su novela, como Rogelio. Un consejo: desconfíen de gente así. Paula nos esperaba en el yate, pero Galgo, con un mal gusto impresionante, mientras bebíamos se puso a citar libros como una cotorra. Regresamos al embarcadero a las cuatro de la mañana. Yo tenía puesta una camisa manga corta. Me resfríe en dos tiempos. Por eso, al día siguiente, cambiamos la ruta y apuntamos la proa hacia el clima cálido de la Isla de Pascua. Algunas noches salía a cubierta y pensaba en papá y mamá, en todos los huérfanos del mundo, en mi hijo y las cosas que le enseñaría durante el viaje. Hasta que me quedaba dormido protegido por las estrellas.
Todo lo que sé de mamá es gracias a mi madrina. Se supone, y así lo confirman un par de fotografías, que tengo su mismo color de pelo. De papá heredé el pie plano, la nariz de gancho y otras tantas inutilidades. Ellos murieron sin poder verme crecer. Yo envejezco sobre la tumba de mi hijo. Alguna vez mi madrina me dijo que la familia es sagrada. Para ella fue fácil decirlo: se convirtió en mi tutora, se quedó con el dinero de mis padres y además era hija única. Paula tampoco tenía hermanos y Rogelio… ¿a quién le importa? Yo quería tener una de esas familias que usan camionetas con tres corridas de asientos. Imaginaba que pronto nos rescatarían y volvería a empezar todo de nuevo. Mi plan B fue nadar, una y otra vez, hacia los restos del yate y poner a salvo lo que sirviera. Entre tanto, Rogelio y Paula salían a buscar alimentos. Un día, cansado de las jornadas de natación, decidí entrar al bosque contiguo a la playa. Pensaba cazar lagartijas. Tenía mucha hambre (aún no aprendía el truco de las langostas). Esquivé ramas y llegué a un arroyuelo. Algunos pajaritos de colores volaron de un lado a otro. A lo lejos oí un ruido. Caminé en puntillas. El pasto, verde y alto, frenó mi avance. Entonces, desde el suelo se incorporó Rogelio. Luego apareció Paula. Estaban en pelotas. No me vieron. Tomé un palo. La cabeza de Rogelio se abrió como un melón. Paula chillaba. Con todas mis fuerzas le quebré el cuello. Lo más sabroso fueron sus muslos. Sus costillas las hice sopa. El amante, si les interesa, se fue al fondo del mar y su pene de burro se convirtió en almuerzo de cangrejos. El yate se hundió por completo una semana después.
Me pregunto si alguien todavía me estará buscando, si este suelo de arena no será fruto de un mal sueño, si ese tal Galgo habrá publicado su novela. No hay caso, otra vez estoy recordando estupideces en vez de decidirme a arrojar esta botella al océano.
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