Creo que Leyenda. Literatura argentina: cuatro cortes, de Daniel Link fue uno de los primeros libros que reseñé en este blog. Recuerdo aún la impresión que me causó, el paseo que realiza por la literatura nacional en esas notas publicadas en Radar Libros, el suplemento del diario Página/12, el ensayo más ambicioso sobre el policial...
Hace unos años volví al libro porque en mi exhumación alrededor de Laiseca, y del joven Lai en particular, se me vino a la memoria una nota que Link le había hecho a Alberto Laiseca y Héctor Libertella en 1998. El primero publicaba una novela gigantesca y genial, Los sorias; el segundo, su novelita minimalista, seca, Memorias de un semidiós. La idea de Link de juntar a los dos viejos conocidos quienes en el mismo año ponían a circular libros tan disímiles, al menos en sus dimensiones, estuvo muy bien. Y el texto con una acertadísima y lúcida lectura introductoria del autor de Clases y la posterior conversación entre nostálgica y reflexiva entre Laiseca y Libertella no tiene desperdicio.
A continuación, va la nota. ¡Que la disfruten!
Laiseca, Héctor Lastra y Libertella en un encuentro de escritores
organizado por el diario Clarín en los 90
El efecto autómata
Daniel Link
Héctor Libertella nació en Bahía Blanca en 1945, Alberto Laiseca en Rosario en 1941, pero ambos están ya incorporados a la geografía y la etnología porteñas. Se conocen desde hace treinta años, desde la mítica época en la que todavía había grupos literarios y estéticas y las revistas eran un espacio de debate a propósito de cómo debería ser la literatura argentina. Eran, todavía, las épocas de Primera Plana pero también de Literal, Crisis, Los Libros y otras revistas menos conocidas a través de las cuales ese debate circulaba. Libertella, precoz, ganó el premio Paidós en 1968 con El camino de los hiperbóreos. “Yo fui de vanguardia durante treinta años de mi vida. Basta de eso”, dijo cuando acababa de aparecer su novela Memorias de un semidiós (editada por Perfil Libros en 1998), a la que él mismo reconoce inscripta en el minimalismo. En 1986 obtuvo el Premio Juan Rulfo con el relato El Paseo internacional del perverso, del que pudo verse en Buenos Aires una adaptación escénica (al menos, de un fragmento) que no deja de sorprender a Libertella: “¿Hasta dónde puede llegar la literatura de uno, no?”.
Alberto Laiseca publicó en 1976 Su turno, que rápidamente fue leída, sin serlo del todo, como un modelo de novela paródica. Si Laiseca se siente cercano a Roberto Arlt, es sobre todo por el costado delirante de sus novelas y por las condiciones materiales de producción de sus literaturas: “Arlt vivía angustiado por el trabajo. Era pobre”, recalca Laiseca cuando la comparación tiende a ponerse un poco abstracta.
Los Sorias, la novela publicada y distribuida por el sello Simurg en 1998, es famosa (sin haber sido leída) porque se desarrolla a lo largo de más de mil trescientas páginas. Soria, Tecnocracia y la Unión Soviética son tres potencias que luchan por apoderarse del mundo. No es un dato menor: cuando Laiseca terminó de escribir su novela, dieciséis años antes de su publicación, la Unión Soviética existía todavía y el mapa que la novela traza del mundo es un poco menos delirante de lo que hoy parece.
Leer en conjunto Los Sorias y Memorias de un semidiós no es un ejercicio del capricho o de la melancolía. No se trata de reponer aquello que ya nadie se atreve a sostener (Laiseca coincide con Libertella en su repudio de la palabra vanguardia). Tampoco se trata de un mero ejercicio de estadística. Es cierto que Los Sorias y Memorias de un semidiós pueden ser las novelas más larga y más corta de la literatura argentina.
Lo que hay en estos libros limítrofes (cada uno, a su manera, delicioso) es una postulación de lo que puede ser una novela como artefacto para leer las cosas de este mundo: prismas de colores, ojos de pescado, tales las metáforas que Libertella y Laiseca encuentran para referirse a la mirada literaria. Lo que importa es una cierta idea de totalidad que estos libros recuperan de diferente modo: Los Sorias, a través de un habla infinita y wagneriana. No es sólo un dato de la trama que una banda de crotos toque la Tetralogía completa en un teatrito que es un falso Bayreuth. La idea wagneriana de un arte total adquiere con Laiseca forma de novela.
Memorias de un semidiós es otra cosa: un relato espasmódico y cortado. Libertella llama “adiposis” a los restos de realismo decimonónico que sirven para unir y ligar las partes de una novela. Prefiere una novela seca, descarnada, quebrada por las interrupciones de puntos suspensivos detrás de los cuales hay que adivinar, cada vez, un mundo completo. Lo que se llama minimalismo, en Libertella, es esa desconfianza hacia una forma plena. Contar lo imprescindible: después, la lectura hará lo que le parezca. Y es así como los lectores, desde el comienzo, entienden que el semidiós es Yabrán y que la novela habla, a su manera, del menemato.
Y no se trata, nunca, del realismo. Tan lejos de la vanguardia como del realismo “de almacén”, Libertella y Laiseca definen su literatura con palabras como sueño y delirio. Sólo habría dos lógicas para tener en cuenta: la lógica del mito (aquello que se puede contar, pero que no puede interpretarse) hacia la que tiende Laiseca (y de ahí su interés, que no hay que confundir con ningún exotismo, por las antiguas dinastías chinas y egipcias), y la lógica del sueño (aquello que no se puede contar, que debe interpretarse) en la que hace pie Libertella: es previsible, pues, que al autor le sorprenda lo que sus lectores leen en sus libros. En cada interpretación, sabido es, aparece el propio fantasma. Y si el semidiós es Yabrán eso es porque Yabrán, todavía hoy y para siempre, es el fantasma argentino.
Fantasmáticos, los libros de Laiseca y de Libertella vienen de rituales nocturnos: “Reconozco que me gusta trabajar de noche —dice Laiseca— pero ése es un placer que se paga muy caro. La luna es una deidad peligrosa”. Libertella agrega, además, la instantaneidad de la escritura. “Es ese puro presente, mínimo, de la frase”. Después de todo, claro, la literatura es un puñado de frases.
HL: Pero, qué alegría que haya salido Los Sorias. Maravilloso... ¿Te acordás? En 1973, cuando vivía en un departamento al lado de La Rural, en Pacífico, eran nuestros primeros tiempos, y venías mucho, y nos leías mucho de Los Sorias... Eran lecturas entre amigos...
AL: Puede haber sido un poquito más tarde, Héctor... Porque yo tenía muy poco escrito de Los Sorias en el 73.
HL: Entonces es cuando volvimos en el 75. Esa época era todo el circo... la época de los salones literarios, yo curtía todos. Como soy bahiense, me considero neutral y ajeno... Eran viejos amigos... Yo vivía en un hotel en la calle Florida y después me fui a Iowa con la beca Fulbright que duraba un año en aquella época. Y después volví y me instalé en un departamentito en la calle Florida y Viamonte, muy cerquita de la Manzana Loca, digamos. Y por ahí vivían Germán García, Arturito Carrera. Ahí mismo conocí a César [Aira]. Y después apareció Osvaldo [Lamborghini], un poco antes Tamara [Kamenszain], después Josefina Ludmer. Se habían armado como unas bandas, yo me acuerdo que curtíamos un boliche precioso, que no sé si vos ibas, que era el América, una especie de restaurante que había en el Bajo, Paraguay y Leandro Alem. Después nos desplazamos todos al Toboso, que todavía existe... Y a vos también te ubico un poco por la zona del Bajo en esa época, ¿no? ¿O no? ¿No te he visto con Néstor Sánchez, a vos, en el Augustus, al lado del Di Tella?
AL: Puede haber sido… Pero sobre todo, donde íbamos es al Moderno...
HL: Ah, bueno, pero estamos hablando del Bajo, de todos modos... Por ahí circulaban cantidad de cosas en esa época... ¿Vos ya editabas, no?
AL: Mi primera novela, Su turno, es del ‘76... Hicieron esa barbaridad de cambiarle el título, le pusieron Su turno para morir, que además no tiene nada que ver con lo que pasa en la novela.
HL: Bueno, en esa época, yo leía los originales de Los Sorias. Pedazos, ¿no? Porque ya entonces era como una tela infinita...
AL: Además no estaba terminada... Recién en el ‘82 la terminé... Ésta es la última versión, porque hubo tres Sorias anteriores, que las tiré a la mierda, porque eran malas... Incluso en la última escritura de Los Sorias había algunas cosas... pornográficas... no, no es que a mí me asuste la pornografía, considero que es un arte. Pero me salía pornografía mala, y yo sentía que se podía y se debía escribir de otra manera, con más altura. Bueno, esas cosas fueron reescritas sobre la marcha. Total tenía todo el tiempo por delante. Yo sabía desde el comienzo que iba a ser una novela larguísima y que iba a tener el tamaño que tenía que tener. Si es así la cosa, te tenés que volver un poco chino, taoísta, para soportar los años que vienen.
HL: Está bien... yo hago lo mismo. Sólo que yo publico cortito, chiquito. Pero algunos libros los vengo escribiendo hace veinte años. Cavernícolas! (1985), lo empecé en Iowa. Publiqué, para calmar los nervios, versiones previas, pero lo sigo reescribiendo. O sea que ese libro ya va a cumplir treinta años, imaginate. Treinta años durante los cuales nos fuimos cansando progresivamente de tanta comunicación, tanta información, televisión, diarios... La literatura se presenta como otra cosa ¿no?, menos realista, ¿no?, porque la realidad está también ahí alojada, aun cuando aparezca con cierta telaraña que tiene que ver con el sueño...
AL: Me gusta pensar que lo que hago es “realismo delirante”. Hasta donde sé, en la Argentina, sólo Soriano y yo hacemos esta forma de realismo delirante. Soriano con otra temática: a él le interesa el peronismo, el fútbol, la cosa porteña. Él seguía la frase de Tolstoi: “Si quieres ser universal pinta tu aldea”; y yo al revés: para pintar mi aldea trato de ser universal. Pero en cuanto al Gordo Soriano, fíjate vos esas conversaciones que tienen esos peronistas que aparecen en las obras del Gordo, ¡no existen! Y al mismo tiempo son absolutamente reales. Hay un pasaje del Gordo en Cuarteles de invierno que te hace acordar al cine mudo, algún día alguien nos va a tener que explicar cómo se hace para escribir esas cosas, cómo mierda lograba el Gordo escribir esas novelas. Cuarteles de invierno es realismo delirante y sin embargo está contando la realidad.
HL: Es que la palabra realismo, en principio, provoca distancia: nosotros no la hemos trabajado, no hemos pensado en ella. Severo Sarduy dijo de El Paseo internacional del perverso: “Yo nunca he visto o leído algo que se parezca más al funcionamiento del sueño”. Yo qué sé, los primeros lectores de Memorias de un semidiós... Di la novela a leer a muchos amigos porque yo quería hacer una novela casi colectiva: se la di a una tanda de ocho lectores y luego corregí de acuerdo a sus recomendaciones y luego a otra tanda de ocho. Y todos me decían que era la vida de Yabrán. ¡Pero cómo la vida de Yabrán, si yo empecé a escribirla cinco años antes, y luego la retomé! No es que uno vaya a la realidad pero la realidad viene aunque uno no lo quiera. Uno es una persona que trabaja con mano fuerte y firme para que no lo invadan, pero los apetitos entran por cualquier lado.
AL: No, lo que es seguro es que a mí tampoco me basta con el realismo solo... basta con ver cualquiera de mis novelas... Ya Wilde se había encargado de burlarse de ellos...
HL: ¡Pero qué erudito, Laiseca!
AL: Pero mi erudición es muy extraña. Soy erudito en cosas raras. Soy un erudito que no habla francés, que es como el umbral necesario para toda erudición.
HL: Tampoco Lezama Lima, si vamos al caso. Sarduy se reía de Lezama diciendo “sus falsas citas que hacen reír”, porque Lezama citaba sin saber ninguna lengua. Son formas de leer. Vos sos erudito como escritor, como dice Sylvia Molloy hablando de Borges: la erudición del escritor es diferencial y no tiene nada que ver con la erudición del crítico. Es la forma en que un escritor lee una cita donde está su erudición. Y así Laiseca es tal vez nuestro escritor más erudito...
AL: Bueno, gracias... En efecto, cada vez que enfrento un período histórico estudio mucho. Por ejemplo, de los chinos leí muchísimo. Lo mismo sobre la IV Dinastía, sobre lo que hay muy poco. Por otro lado, las cosas más interesantes que podés decir de un período no las vas a encontrar en los libros de historia. Eso me pasó a mí con La hija de Keophs (1989). Me re-gastaron en un programa de radio porque decía que la gran pirámide fue construida por esclavos bien alimentados, que tomaban cerveza. “¿No sabe Laiseca acaso que esa pirámide fue levantada a latigazos?”. Claro, lo que pasa es que yo no tenía datos históricos sobre ese episodio pero me pareció que seguramente... Lo cierto es que cuatro años después de publicado el libro, los egiptólogos encontraron una gigantesca fábrica de cerveza, que había hecho levantar el faraón en ese período, para darle cerveza a los que trabajaban en la pirámide. De modo que por más que uno estudie el período, siempre hay algo que viene de otra parte...
HL: Yo hace veinte años que estoy escribiendo una nouvelle, que es la historia de los excavadores y arqueólogos en Nínive. El dato histórico lo tengo muy estudiado... A veces he probado inventar, a veces he probado apoyarme en el dato histórico. Pero lo que sucede es que en el momento en que escribís una frase, esa frase, su sintaxis, parece necesitar una anécdota diferente. Quiere decir que la inventiva viene de la lógica del texto...
AL: Es lo que llamo bajar a la “cuenca oceánica”. Cuando bajás a la cuenca oceánica de la creación empezás a ver cosas, te comunicás con las memorias universales... y surgen cosas como el episodio de la cerveza, que contradice los testimonios que yo tenía desde Herodoto en adelante, pero por alguna razón sabía que no era así.
HL: Es decir que el procedimiento de Laiseca, que parecería muy historicista, queda desmentido. El procedimiento es más bien una retombée [Libertella refiere a Sarduy y sus ideas sobre el barroco], un efecto sin causa aparente, el eco de un sonido que nunca se emitió. Que después se confirme o no es otra historia, pero en el momento de la escritura es otra cosa, casi una virtualidad.
AL: Es meterte en la ontología de la época. Poder saber qué cosas sucedían en esa época.
HL: ¡Magia blanca, vos estás hablando de la magia blanca! La literatura es sacar conejos de la galera... Por eso me gustaba citar en Memorias de un semidiós esas primeras líneas de “Tlön”, el cuento de Borges. La novela que yo escribí, ¿no se podría pensar como esa novela de la que hablan Borges y Bioy en ese cuento? Es, otra vez, como un golpe de efecto, la escucha de algo que todavía no se escribió. Cuando me di cuenta de eso decidí poner la cita: yo le estaba escribiendo a Borges la novela que él le propuso a su amigo. La literatura es un arte de la premonición... Diría, incluso, que es un arte de las veinticuatro horas, lo que escribiste ese día, ahí está. No hay ni futuro ni pasado. Es minimalista, casi. Escuché esta definición de minimalismo: es la lenta transformación de los objetos según la luz que pasa de las ocho de la mañana a las ocho de la noche.
AL: Eso decís en los prólogos de la antología...
HL: ¿Digo eso?
AL: Tal cual como lo estás diciendo ahora...
HL: Qué increíble... No me acordaba que ya lo había escrito... El Ulises cuenta veinticuatro horas de la vida de Bloom, ¿no?
AL: Hablando en serio, ¿vos sabés lo que sería tener que escribir lo que le pasa a un tipo, todo, en veinticuatro horas? Es imposible, no te alcanza una vida. Sería una enciclopedia Espasa Calpe y nadie puede escribir una Espasa Calpe... Voy a usar una palabra que usa mucho Fogwill, que es “fractal”. En ese sistema de cajas chinas la parte es tan compleja como el todo y por eso es imposible describir o narrarlo todo... Es un fractal. Siempre el escritor hace impresionismo.
HL: Eso es el trabajo del escritor: recortar, limitar. No se puede decir todo. Lo que se puede decir es infinito... Y nosotros aplicamos moldes. Venimos con moldes. Y hay que llenar esos moldes, se trate de las mil trescientas páginas de Laiseca o de mis magras ciento veinte páginas.
AL: Nunca se puede contar todo. Yo no hablo de todos los habitantes de Soria o de Tecnocracia... Hace muchos años un maestro me dio una tarea para hacer. Yo tenía que ir a la Plaza Malabia (creo), y mi maestro me daba distintas tareas: una tarde, ver nada más que colores, desechar la geometría. Era muy difícil, porque cuando tenés que ver colores ves sólo geometrías. Luego tenía que ver sólo formas (y por supuesto, veía tantos colores como si hubiera tomado un ácido). Después tenía sólo que escuchar los sonidos, todos los sonidos. Y la tarea final era juntar todo en mi cabeza: ver todos los colores y todas las formas y escuchar todos los sonidos. Bueno, lo intente... Me cagué de miedo y volví. Me di cuenta de que esa tarea sólo un dios puede hacerla, no un ser humano, ni siquiera en estado de iluminación ni las pelotas... Lo que me quería decir mi maestro era eso. Por eso en toda novela hay agujeros, aun en una novela de mil trescientas páginas como la mía.
HL: Yo le regalaría a Laiseca mis tres puntos suspensivos [en su novela Libertella utiliza obsesivamente los puntos suspensivos como índice de una elipsis], y él escribiría, en cada corte, una novela de diez mil páginas, ¿no? Lo mío es una obra completa, reducida a un libro.
AL: Por suerte, siempre hay más de lo que se puede escribir que lo que se ha escrito... Pero volviendo a esto de la forma: cada obra te pide una duración. No podría haber escrito una novela corta con el material de Los Sorias porque no hubiera podido decir nada de lo que quería decir. También hay un problema de lenguaje... ¿Leiste esos Evangelios apócrifos que escribió Nicolás Peyceré? Es una cosa extraordinaria. Porque están escritos en castellano, por supuesto. Pero tienen una sintaxis que parece que estuvieran escritos en arameo, la puta madre. No sé cómo hizo para escribir una cosa así. No es que use giros raros, no es como si fuera algo escrito en arameo sino que el lector, por arte de magia, adquiere la capacidad de leer en arameo... Es un gran estilista Peyceré...
HL: Yo estoy leyendo mucho, mucho, El extranjero de Camus. Leo la traducción de Bonifacio del Carril y el original, me fijo cómo es el ritmo, ¿qué hizo Del Carril, lo lentificó? Me interesa mucho ese minimalismo avant la lèttre de Camus. Tenemos que hacerle un gran homenaje, ¿eh? Ahí analizo cómo es esto de la lentitud o la velocidad de la prosa. Eso me ayudó mucho cuando escribía El semidiós. Porque yo pongo mucho el pie en el acelerador. Y hacer una lectura de trabajo con El extranjero me ayudó a controlar los ritmos de la novela... Es muy militante escribir, es mucho más civil leer que escribir, como decía Borges. Ahora bien, ¿contra quién peleamos y militamos, Laiseca? ¿Qué pretendemos? ¿Marcar un territorio, una pelea, una batalla?
AL: No, es un deber... Uno tiene cosas para decir, una ontología para expresar. La esperanza que uno tiene es que ayudará a cambiar para bien un pedazo de mundo…
HL: Pero la literatura ya no se lee de ese modo… Hoy es sólo un estimulante en el gueto. Tal vez salga después por otros caminos. Pero hoy es casi una cuestión de laboratorista.
AL: No entiendo bien lo que decís...
HL: Digo que la literatura es puro hueso.
AL: Pero el asunto es quién te lee... Hay menos lectores de literatura que nunca antes... sobre todo menos lectores que el siglo pasado...
HL: No importa. Lo que importa es que salga el libro, aunque no tenga lectores, no sé: con veintisiete lectores alcanza... Basta que resuene en la cabeza de alguien... ¿O queremos vender millones de libros? Por ahí la literatura pasa por ahí: una especie de efecto autómata, como en las películas de terror que a vos tanto te gustan...
Radarlibros, octubre de 1998
En Link, Daniel. Leyenda. Literatura argentina: cuatro cortes, Buenos Aires, Entropía, 2006, pp. 215-226.
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