Fuente: Martini, Juan (1987 [1981]): La vida entera, Buenos Aires, Legasa.La luz del infierno es roja, debe ser roja, profundamente oscura, como la sangre de una mujer, devoradora, impiadosa, para descender con espanto hasta el último reducto, hasta el inviolable claustro de toda la verdad, allí donde ella es el origen, el fuego blanco, y la luz desesperada, enceguecedoramente blanca, y el calor de la muerte, íntimo, abrasador, incomprensiblemente doloroso porque aquél y sólo aquél es el momento de la más pura identificación, del más hondo reconocimiento, cuando ya no hay límites entre el cuerpo y los mares de fuego, cuando en lo más secreto del vientre del infierno el fin de pronto se abre como un nuevo abismo, un canal vertical de turbulentas y silenciosas aguas negras, más allá de su propia perfección final para fundar una forma definitiva, inmersa, inaprehensible, más allá del fracaso de toda búsqueda, de la búsqueda de toda muerte, de la muerte perpetuándose en las llamas negras de su seno, mucho más allá del bosque donde comienza el camino, del río que se introduce en ella, de las paredes rojas, húmedas, ardientes, mucho más allá de la bruma incandescente y blanca que de pronto se presenta como el fin pero no es el fin sino el comienzo de un infinito instante de comprensión ya inútil, los labios partidos en heridas al buscar su otra boca, la puerta del infierno, largos brazos que nacen en su vientre, el rumor de sus incendios acecha en las llamas negras de los ojos como penantes fantasmas que anuncian los peligros de su cuerpo, la pérdida que en su seno se produce, pero reflejando al mismo tiempo el deseo del invasor al reflejar su propio, insaciable deseo, el instinto de los animales de la muerte que esperan en la profundidad de los mares de fuego, pechos que atrapan las manos, bocas que sorben hasta la devoración, todas sus bocas, todos sus ingresos, todo su cuerpo dócil, abierto y complaciente, para recibir, para contener, para recoger los lastimosos restos de otro cuerpo que otras aguas, otros fuegos, otras ausencias arrojan como un despojo frente a sus puertas, para ser besado por una lengua que conozca la verdad de todos los misterios, para dar sentido a la febril agonía del cuerpo al caer sobre su cuerpo dócil, muslos abiertos, boca que humedece, manos que aferran el alma endurecida de la última batalla para conducirla hasta cada una de las bocas del infierno, una y otra vez, largos, hondos abismos que conducen siempre al claustro del fuego blanco, al nacimiento del canal de aguas altas y negras, cavidades que lamen, sorben, se abren ante el invasor, fantasmas que revelan por una sola vez la intimidad de su cuerpo, largo cuerpo sobre un lecho de tierras vivas y aguas en reposo, mareas que lubrican la piel de sus brazos, de sus muslos, la curva de su espalda y de sus ancas, el olor intenso de su pelo en flameantes llamas negras. (“Noche y día”, pp. 74-75)
MEDIODIA DE MIERCOLES
Hace 1 día.
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