"¿Qué historia es ésta?": sobre La vida entera de Juan Martini (2)
De acuerdo, había dicho la voz gangosa de ella me interesa la oferta Oriental, te llamás así ¿verdad?' te llaman así, ¿no?, eso es lo que me dice el Pastor, pero el Pastor miente tanto, se ha pasado la vida mintiendo, engañando, y sin embargo no es un mal tipo, yo sé que puedo confiar en él, bueno che, ¿qué esperás?, ¿no te dije ya que estoy de acuerdo?, vení acá, vení, ¿o tenés asco, tenés miedo, qué tenés?, apenas distinguía sus formas, mareado por un olor penetrante, pestilente, a tientas, avanzando lentamente, sin saber cuándo se llevaría algo por delante, en qué momento tropezaría con una de aquellas piernas monstruosas, ahogado en la oscuridad, sudoroso: húmedas, rancias nubes caían sobre él mientras ella hablaba, las nubes amargas, tibias de su aliento, veía moverse dificultosamente algo en las sombras, una mano de ella llamándolo, aquello era una de sus manos, lenta, pesada, enorme, se derrumbaría bajo su peso, le obligaría a sumirse en ella, en sus cavernas, y cuando le faltase el aire no tendría más remedio que respirar los nauseabundos vahos de aquel cuerpo, y cuando la sed que ya le hinchaba la lengua fuese inaguantable debería beber el sudor y las segregaciones, saciarse con aquellas substancias porque quizás sólo en ellas estaba la salvación, el regreso, la conservación de la vida, la identidad, como si se tratase de sacramentos infernales, divisaba en las sombras la inmensa forma del cuerpo desnudo que ocupaba casi por entero la habitación, los blandos rollos de grasa, la opulencia de los pechos, la negritud de los pezones grandes como higos, con horror percibía os ojos, la nariz y la boca de ella en medio de una bola de sebo, hundidos casi en los pliegues y repliegues de la carne y la grasa, la obscena sonrisa en la boca esperándolo, el turbio fulgor de la mirada, vení, vení Oriental, no tengás miedo, él avanzaba, extendía un brazo, sus dedos penetraban en una piel húmeda, aceitosa, y tardaba en comprender que aquello que latía contra su mano eran bulbos varicosos, pero lo sabía al escuchar la voz gangosa, desvanecida ahora como en una especie de creciente éxtasis: sangro por ahí, por todos lados, de mis orejas sale siempre cera, mirá, tocá, le llevaba la mano a las orejas, al cuello, y aquel tacto espeso, tibio, que embadurnaba la piel de ella le producía náuseas, espanto, vení, vení, besame, me quemo por dentro, mi cuerpo no tiene límites, nunca viste algo como yo, estoy segura, y nunca harás con otra mujer lo que vas a hacer hoy conmigo: era sumergido entre los pechos, hundido en la blandura del vientre, las piernas perdidas en el abismo entre los muslos, desesperado en la cima blanda y voraz de una masa que lo sorbía hacia su interior y advertía que la boca de ella lo buscaba, las manos le atenazaban la cabeza, lo alzaban, los labios se abrían y se cerraban sobre su boca y su nariz, aspiraban y bebían de él, era lamido y succionado, su lengua presa de enérgicas encías desdentadas, su piel herida por uñas, garras afiladas, su sexo aprisionado por una mano compulsiva, sus testículos estrujados rabiosamente, mientras ella reía, sollozaba, se revolvía, una mezcla de sangre, sudor y aceite impregnaba su espalda cuando una gruesa pierna le sujetaba la cintura, lo oprimía, y entonces lejano, como un difuminado recuerdo, llegaba hasta la habitación un murmullo de quejas, de voces, de crujientes camas, los lamentos de mujeres castigadas, un patético y estremecedor arrullo cuando la inmensidad de aquel cuerpo lo devoraba y una débil luz azul era la evocación de las profundidades del mar del castigo, seno habitado por feroces imágenes, hambrientas fauces, pustulosas llagas de la piel de ella corrosivas como ácidos en su pie!, en el fondo de una cueva dos brasas verdes, amarillentas, herían su mirada, y sin moverse de su sitio, sin alzar las manos, el puma le desgarraba el vientre y sus visceras se derramaban, ella reía, sonora, groseramente, el cuerpo convulso, las segregaciones multiplicando su caudal, haciendo de la masa informe del cuerpo una untuosa, indefinida ciénaga, la cabeza nuevamente atenazada, la boca por un instante libre respirando un aire fétido pero indispensable: era empujado, era enviado hacia la unión de los muslos, hacia la oscura grieta, y al ser introducido en ella un flujo ardiente le quemaba los ojos, las orejas, los labios, sanguinolentos vahos lo asfixiaban y comprendía que sólo introduciéndose hasta el fondo de aquella gruta podría obtener nuevamente la vida, bebiendo la amarga sangre derramada por una incierta fuente, bebiendo esa miseria y ese don, sin remedio, la cabeza totalmente hundida en ella y ella estrechando los muslos, frotándose contra su cuerpo, retorciéndose en violentos temblores, aullando y riendo cuando él lamía, bebía su sangre en el origen de la sangre, bajo la salvaje mirada de un puma que acecha en lo más profundo de la cueva y el estertor de ella era el signo de la saciedad, del fin, ya lo sabés todo Oriental, quien hace esto conmigo descubre el secreto fundamental: caía a un costado, exhausto, vomitaba, se arrastraba por el suelo y volvía a caer: me gusta esa chica, Lengua de Fuego, el Pastor la trajo para que la viera, tiene pasta, sí, es un poco arisca pero ya le vamos a enseñar, estamos de acuerdo ahora vos y yo, Oriental, había dicho Encarnación. (“Encarnación”, pp. 182-185)
Fuente: Martini, Juan (1987 [1981]): La vida entera, Buenos Aires, Legasa.
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