Las velocidades que circulan por una novela como Cada despedida de Mariana Dimópulos (Adriana Hidalgo, 2010) son varias y precisan de una lectura activa. Por un lado, está el desplazamiento constante de su protagonista, una joven que a los 23 años abandona Buenos Aires, abandona a su padre (un físico que desmantela las intenciones de su hija: “El reposo es una forma de movimiento.”) y a sus hermanos, y comienza un itinerario que va de Madrid a Berlín, sin posibilidades de detenerse demasiado tiempo en ningún lugar. Y es que en esta velocidad, la del desarraigo, la de un nomadismo rabioso e insatisfecho, aparece la idea de quedarse por siempre y se establecen relaciones que auguran un futuro en compañía (ahí están Doña Carmen en el pueblo de Almagro; Alexander en Heidelberg; Julia y Kolya en Berlín) pero, y siempre existe un pero, ella no puede soportar las cosas, los objetos, los cuartos que se le vuelven amenazadores. En la velocidad del desarraigo, que implica valijas hechas y una condición de extranjera constante (ahí aparece la adaptación al nuevo espacio, la lengua que se niega a moverse, adormecida adentro de la boca, las esperanzas del nuevo sitio), ella atraviesa los lugares, rompiendo corazones, abandonando hoteles y dejando una despedida (a veces, real; a veces, imaginaria) firmada con una pasión inexplicable que brota, que descoloca y que genera la huída.
En Cada despedida, en contraste con esta velocidad del desarraigo y de alguna manera motivándola, encontramos un segundo velocímetro que marca la vuelta constante de la rutina: los trabajos que ella atraviesa (desde la panadería hasta Ikea, rematando en la huerta de Del Monje, cuando finalmente decida volver a la Argentina) construyen ciertas constantes: los horarios, las labores y, en particular, las relaciones de poder. En este último caso, en una velocidad marcada por la rutina laboral, la protagonista de la novela se detiene en el panadero o en el turco de Ikea (que pueden leerse como proyecciones de su padre en Argentina pero también de la relación conflictiva con el otro: el hombre, el extranjero) para relatar cuál era la relación con ellos, qué conflictos había en juego, cómo sobrevivir a esa relación en ese día tras día.
Y finalmente, la otra velocidad, la final, es justamente la de la muerte pero también la del reposo como forma de movimiento. Mariana Dimópulos construye Cada despedida a través de la fragmentación y el reordenamiento de los avatares de la joven científica desarraigada por lo que sus estadías, sentimientos e historias en Buenos Aires, Madrid, Heidelberg, Berlín y Del Monje se entrecruzan para formar un caleidoscopio. Estos fragmentos requieren, como anticipábamos, una lectura activa que reconstruya el nivel de la historia y es que de algún modo estamos intentando resolver un rompecabezas, como sostiene Eduardo Berti en la contratapa, de los recuerdos de su protagonista (y ese rasgo de la novela es la que genera la ansiedad por saber lo que sucederá, por saber por qué ella abandonó nuevamente ese lugar, por saber cuándo se detendrá y qué es lo que busca). La última velocidad que se pone en juego en la novela, la de la muerte y el reposo, es la que cierra la historia y que nos plantea en Del Monje, la ¿última? parada, un juego policial (donde el lector además rastrea pistas en los gestos, en los encuentros, en las acciones) en torno a un hecho de violencia. La muerte en Cada despedida puede aparecer al fin del viaje, al fin del movimiento constante pero la incomodidad persiste e insinúa el reposo como forma de movimiento. Con una prosa sencilla pero precisa, con un tono muy particular (el de una joven que intenta explicarnos y explicarse el por qué de su nomadismo furioso, el por qué de cada despedida), Mariana Dimópulos escribe una novela preciosa sobre ese movimiento: el de la memoria, sus imágenes y sus palabras.
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