lunes, julio 04, 2011

La flexión paranoica (II)


Change your name to Miles, Dean, Serge, and/or Leonard, baby, she advised her reflection in the hall; light of that afternoon's vanity mirror. Either way, they'll call it paranoia. They. Either you have stumbled indeed, without the aid of LSD or other indole alkaloids, onto a secret richness and concealed density of dream; onto a network by which X number of Americans are truly communicating whilst reserving their lies, recitations of routine, arid betrayals of spiritual poverty, for the official government delivery system; maybe even onto a real alternative to the exitlessness, to the absence of surprise to life, that harrows the head of everybody American you know, and you too, sweetie. Or you are hallucinating it. Or a plot has been mounted against you, so expensive and elaborate, involving items like the forging of stamps and ancient books, constant surveillance of your movements, planting of post horn images all over San Francisco, bribing of librarians, hiring of professional actors and Pierce Inverarity only knows what-all besides, all financed out of the estate in a way either too secret or too involved for your non-legal mind to know about even though you are co-executor, so labyrinthine that it must have meaning beyond just a practical joke. Or you are fantasying some such plot, in which case you are a nut, Oedipa, out of your skull.
Those, now that she was looking at them, she saw to be the alternatives. Those symmetrical four. She didn't like any of them, but hoped she was mentally ill; that that's all it was. That night she sat for hours, too numb even to drink, teaching herself to breathe in a vacuum. For this, oh God, was the void. There was nobody who could help her. Nobody in the world. They were all on something, mad, possible enemies, dead.

Pynchon, Thomas (1986 [1966]): The crying of lot 49, New York, Harper & Row, 170-171.

Ya puedes empezar a llamarte Miles, Dean, Serge y/o Leonard, querida, recomendó al reflejo que le devolvía el espejo del tocador en la penumbra de la tarde. De todos modos van a llamarte paranoide. Ellos. O te has dado de narices, sin necesidad de tomar LSD ni otros alcaloides del indol, con un delirio condensado y pletórico de detalles; con una red que una cantidad indeterminada de norteamericanos utiliza para comunicarse en serio mientras guarda sus mentiras, sus monsergas cotidianas y su patente pobreza de espíritu para el correo oficial; puede que incluso con una auténtica alternativa a la falta de salidas, a esa vida carente de sorpresas que tortura a todos los norteamericanos que conoces, incluida tú, querida. O se trata de una alucinación. O de una intriga contra ti, una intriga complicadísima, que no ha reparado en gastos y que ha supuesto actividades como falsificar sellos y libros antiguos, vigilar continuamente tus movimientos, llenar San Francisco de trompas con sordina, sobornar a libreros, contratar a actores profesionales y un sinfín de detalles secundarios que sólo Dios y Pierce Inverarity conocían, y todo ello sufragado con el dinero de la herencia de un modo o demasiado secreto o demasiado enrevesado para que se entere tu cabecita que nada sabe de asuntos jurídicos, aunque seas coalbacea, una intriga tan tortuosa que por fuerza tiene que ser algo más que una broma pesada. O te has imaginado que existe tal intriga, en cuyo caso estás chiflada, Edipa, te falta un tornillo.
Mirándolo bien, tales eran las únicas alternativas posibles. El cuarteto equivalente. Ninguna de ellas le hacía gracia, pero prefería estar mentalmente enferma y que a esto se redujera todo. Aquella noche estuvo horas, demasiado embotada incluso para emborracharse, aprendiendo a respirar en el vacío. ¡Porque aquello era el vacío, rediós! Y nadie podía ayudarla. Nadie en el mundo. Todos estaban metidos en algo, o estaban locos, o eran presuntos enemigos, o estaban muertos.

Pynchon, Thomas (2010 [1966]): La subasta del lote 49, Buenos Aires, Tusquets, 170-171.

1 comentarios:

Alberto Sánchez dijo...

Pynchonaria: http://www.alphadecay.org/libro/thomas-pynchon-un-escritor-sin-orificios

 

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