En los albores de 1980, Osvaldo Lamborghini parecía salir de un frasco para caer en otro. Luego de que la borrascosa dictadura lo arrastrara hasta Mar del Plata, un empujón firme de su familia, ya incapaz de lidiar con él, lo depositará en una inesperada Barcelona. Habrá aún una Vuelta y otra Ida, esta vez inexorable. Hasta que arrecie el temporal. Hanna Muck oficiará de novia-mecenas del escritor, y le brindará un techo seguro que ya no habría de abandonar hasta el final de su vida, en 1985.
Instalado en un módico destierro —casi un anagrama de desierto, acaso sus propias últimas poblaciones— Lamborghini trabaja en un raro y desbordante tríptico. Es precisamente otro desterrado llamado Maker, quien descubre a los tadeys, extrañas criaturas que darán a la novela, además de su título, su condición de posibilidad y sus límites. Si bien estos particulares especímenes ya habían orbitado en la obra del autor, fue necesaria la reclusión “en el cuarto de chusma” para que aparezcan en todo su esplendor y potencia.
Tadeys. Como si hubiese bebido una feroz cantidad de Gomsterffi, la novela, con paso tambaleante, avanza, voltea, se estanca, sigue, errática, propulsada por el empuje de un desborde narrativo que hace de la digresión su altivo emblema. Pese a su tendencia magmática, las tres secciones que la componen están unidas por un hilo en común. El autor que había asegurado que su tema es la matanza configura aquí un imperio cuya soberana es una violencia tenaz, monarca inclaudicable que sobrevuela los siglos desde una incómodamente próxima Edad Media hasta un presente difuso. Tadeys se escribe con la nitidez de la pesadilla, y lo que narra es un sueño que se vuelve real.
Lamborghini es explícito respecto a sus propósitos: “Tiene que tener, anoto, cada uno / su objeto de irrisión: / el mío es la patria”. Si bien LacOmar ocupa, por su desbordante extensión, una geografía imposible, esto no impidió que la crítica, viendo a trasluz el territorio, visualice, fantasmática pero nítida, a la Argentina. No obstante sería, cuanto menos, imprudente postular que Tadeys se restringe a ser una imagen deformada de la patria del autor. Sosteniendo la ambivalencia de las figuraciones que puedan espejear, me interesa revisar, de este territorio signado por la desmesura, qué usos se hacen de la lengua.
La Comarca, espacio inmenso unificado hace apenas tres siglos, está
compuesta por una mezcla de pueblos que derivó en enredos lingüísticos y torpezas
ortográficas. Este cataclismo exacerba aún más los problemas políticos y
religiosos. La comunidad alucinada de Tadeys tiene la diversidad
lingüística incrustada incluso en el nombre propio del país imperial, que
oscila entre La Comarca y LacOmar. “La Comarca era un país rarísimo,
rico, temible, desarrollado, culto, pero la barbarie –presente ya en el idioma,
tal vez— por cortos períodos irrumpía”.
La misma hibridez acecha efectivamente al idioma oficial, el comarquí, un mejunje donde se superponen raíces latinas, eslavas, hebreas e incluso vascas, que se mezclaron de forma indisociable, al punto de que “ya ni siquiera se podía hablar de raíces”. Por su inacabamiento fundante, el estado del comarquí era aún “fetal”: pura potencia. No es casual que el euskera, cuya evidencia aún no ha podido ser relacionada con ninguna otra familia lingüística, desconociéndose su origen, venga a inmiscuirse y macular al estupefacto comarquí. En este sentido, puede pensárselo como una lengua acéfala, a-centrada y, por lo tanto, rizomática.
Como había detectado tempranamente Antonio Gramsci: toda lengua es impura,
atravesada por tensiones entre fuerzas centrípetas y centrífugas, entre
instancias de unificación y de dispersión. Un territorio complejo habitado por
diferentes temporalidades, y, tan pronto como conserva huellas del pasado, deja
emerger marcas diferenciales en una heterogeneidad que no es gratuita sino que habla
la heterogeneidad social. La escritura en comarquí es compleja. Ocurría que
“una frase larga, que empieza ‘a la occidental’, por ejemplo, puede, en la
mitad, convertirse en una voluta insólita, donde aparecen por sorpresa signos
de otros alfabetos, o —lo que es peor— signos engendrados por la mezcla
(—contranatura—, reía Roy) de varios alfabetos”. Este sismo a nivel de la
frase tenía su correlato incluso en las palabras, que se convertían en “una
culebra con un cuerpo compuesto por dos mitades que no concordaban”.
Si escribir en comarquí es un problema, otro mucho mayor representa el trasladar un texto de una lengua extranjera a la natal. El comarquí y sus “piruetas (de circo)” son tierra fértil para el escándalo. Al traducir, tan solo “bastaba una pequeña pirueta para rebajar a Dios a Gran Tadey”. Enchastre sacrílego, la “superabundancia excremencial y sexual de la lengua de La Comarca” la vuelve una “lengua especial para crear una genial literatura popular, desbordante de erotismo y de funciones orgánicas naturales”.
En la lógica de Tadeys la lengua tiene una relación directa con el poder imperial, y este imperio a su vez es, como cualquier nacionalidad, una mezcla de impurezas. Pero la impureza de base del comarquí no quita que el poder estatal, insomne, esté siempre en guardia. Las medidas de la autoridad apuntan a la escritura: Taxio Vomir, quien redacta una obra que aclara la naturaleza del tadey, es quemado en la hoguera; el Padre Maker es condenado al exilio por su traducción; reescribir los textos se paga, a su vez, con el empalamiento. El Estado, denodadamente, interviene. Para mantener el imperio, la pureza lingüística es necesaria, por eso los habitantes “rígidos en los nombres de las personas, parece que son capaces de matarse por una pronunciación defectuosa”.
Con estos cimientos, ya está todo dado para que haya cuento. Entonces: érase una vez, en la lejana e inmensa región del imperio de LacOmar, un padre Maker, profesor de Teología y de Latín en la Universidad de Goms-Lomes, buen clérigo de la comunidad que, como tal, conocía de memoria, de principio a fin y en diversos idiomas, el Libro de los Libros. Tanto lo sabía y tanto congraciaba con el saber que de él prístino emanaba que decidió embarcarse en una cristiana –pero peligrosísima— tarea: traducir la biblia del latín al comarquí, llevarla desde esas letras empalidecidas, muertas, a la calurosa habla materna del pueblo. Pero –siempre hay un pero para que haya cuento—:
Era una lástima, una traicionera puñalada de la historia,
pero gran parte de los giros y vocablos latinos, al pasar a su ‘amada lengua
natal’, se convertían en dobles sentidos, en equívocos tales que ellos, hasta
los luchadores contra el fanatismo, advirtieron sinceramente la pezuña del
Maligno.
Así fue como aquella Biblia sobre la cual durmió durante siglos la hegemonía occidental, se volvió, traducida a la lengua materna, un libro pornográfico y soez.
Los contextos de producción y de reproducción de esta versión son elocuentes: Maker escribe su traducción en un vestidor en una habitación de burdel, mientras la ramera atiende, y paga a una puta a cambio de que oiga su versión, a la vez que sus amigos la copian emborrachándose en la taberna. Hedores de sexo y vahos alcohólicos empaparon desde su concepción a la traducción. Por otra parte, Maker no solo firma su traducción, con altanería: incluso da su beneplácito para que algunos amigos la copien, se expande como una peste textual.
Durante su estancia catalana, Lamborghini se acomodará plácidamente en dos procedimientos que habían sobrevolado su producción. Se trata del errar a la letra, un pequeño desliz significante de consecuencias, mayormente, fatales, catastróficas, para el sentido. El otro procedimiento es la escansión incorrecta, mala dicción (o dicción en contra) donde se separan de forma anómala las sílabas, produciendo saltos en los significados. Estos resbalones de la grafía que provocan una Caída de resonancias bíblicas aparecen en la traducción de la Biblia al comarquí.
La traducción de Maker es “completa y literal”. Quisiera arriesgar que es precisamente su carácter literal el que la vuelve una “máquina porno-agresiva del Libro de los Libros”. Su versión pone en primer plano la materialidad de la lengua, lo concreto, y el problema de la traducción es que traslada todo descuidando los sentidos abstractos y simbólicos. Así, se traduce “representante de la manada” por “miembro de la mamada”, “‘bajar al pesebre” por “chupar la vulva’”, o “‘Yo, el espíritu’” por “el Ridi-culo”.
El irredimible delito es que “Maker, patriotero de la lengua, traducía demasiadas palabras latinas a su ‘amada lengua natal’”. Lo que se deja leer en este gesto es la práctica de una traducción-torción que opera como marca de este estilo y, a su vez, como práctica glotopolítica que permite horadar las bases imperiales al desestabilizar la homogeneidad en la que quiere fundamentar su hegemonía la lengua única. Las lenguas imperiales, lo sabía Nicolás Rosa, sólo exigen una traducción unilingüe: todo debe ser escrito en la lengua imperial, todo deber ser traducido al alfabeto pre-babélico. Por eso, la lengua imperial se opone violentamente a la dispersión lingüística y a la ambivalencia de la traducción.
En LacOmar, se suponía al latín una lengua sagrada, la Voz de Dios. A la llegada de la traducción, la llegada del castigo: el rey condena a los copistas a la horca, a los poseedores de copias a las galeras, y empala a los vendedores clandestinos. Al padre Maker le toca un destino quizá peor: el destierro. Pero ninguna de estas medidas resulta eficaz, pues la traducción está hecha y genera un mestizaje incontrolable.
En la versión “de la vulgata latina a la vulgata… hampona… del idioma de LacOmar”, código lingüístico y código religioso pierden su estatuto de impostada pureza y acaban por igual grotescamente corrompidos. Si para la tradición occidental la Biblia es el Bien, la versión de Maker es el Mal, un Mal anexado de forma indisoluble a un escribir-Mal.
La traducción de Maker, entonces, solo deja al descubierto lo que el texto fuente susurraba: “el inconsciente de la Iglesia era porno y ridículo, como un lunfardo pretencioso”. Como señala Obitur, quien supo gobernar sobre los extensos territorios de LacOmar, “la Biblia” es “el gran libro pornográfico. Todos, todos los libros incestuosos, sodomitas, sádicos. Lo desafío, monseñor. Nómbreme alguno que no lo sea”.
La apuesta de Lamborghini se juega en oponer a la lengua fascista la violencia de los lenguajes extralimitados y, simultáneamente, la desorganización de los núcleos sintácticos y semánticos. Como se lee en uno de sus poemas, para el autor “EL “ESPAÑOL” ES/ UNA GUALÉN” , y la apuesta contra la uniformidad lingüística se jugará, precisamente, en el estilo singularísimo que se tensiona en los tironeos de esta ‘gualén’, dialéctica sin síntesis entre desvío e inversión.
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