Fragmento de Virgen (Gabriel Báñez)
Una sola vez había presenciado Bernardo Benzano una serenidad tan viviente, y fue cuando la policía lo llevó a reconocer el cuerpo embalsamado de la mujer de Oshiro Tana a fin de darle cristiana sepultura. Tana era un floricultor apenas conocido en Ensenada porque vivía recluido en sus dos hectáreas de tierra sobre uno de los recodos del arroyo Doña Flora. La casa era de juncos prensados, elevada sobre pilotes, y cercada por cañaverales al frente que el japonés podaba según la tradición del bambú: en fila india y de menor a mayor para acompañar la mirada al cielo de los dioses. En los fondos tenía sus cultivos de flores, el invernadero, y en el linde con el Doña Flora los macizos de hortensias salvajes que estallaban sin mayor estruendo. Rara vez abandonaba la casa, pero se hizo célebre en una tarde cuando la policía descubrió que convivía con el cadáver de su legítima esposa desde hacía por lo menos dos años. Era tanto el amor del japonés por su mujer que a la hora de su muerte la vació, la limpió con acaroína y formol y la rellenó con estopa para conservarla a su lado. El bonsai conyugal pareció funcionar mejor que el matrimonio mismo, pues durante esos dos años Oshiro Tana no sólo continuó compartiendo el progreso de las flores junto a su esposa sino que además empezó a prepararle sus platos favoritos y a festejarle los aniversarios. El día en que lo descubrieron ella estaba tomando el café con leche en la cama, y parecía tan verídica y lozana en su desayuno que apenas si sospecharon cuando vieron que no mojaba la medialuna. Lo que más le impresionó al padre Bernardo fue la dulzura tranquila de la mujer; tanto, que no supo si rezarle un responso o concederle la extremaunción. Se decidió por lo primero, aunque sabiendo que cumplía con el canon sacerdotal pero no con sus dictados más íntimos. Para él, esa presencia no sólo no estaba muerta sino que había superado vivamente los trances de la defunción: era carne de mañana, memoria quieta, una promesa de eternidad tangible como imaginaba Tana, y como habría imaginado ella, que tenía que ser el amor perfecto entre dos mortales. A Oshiro Tana las autoridades no pudieron probarle gran cosa como no fuera su pasión incorruptible por las formas y la colosal estética de su arte de ikebana. Con todo, se lo mantuvo recluido durante tres años bajo pretextos neuropsiquiátricos y se aprovechó de ese tiempo para rematarle la finca, que valía en efectivo lo que exigía de honorarios su abogado defensor. Cuando quedó libre, el primer acto cívico del japonés fue ahorcarse de la rama de un sauce llorón vecino a la que había sido su propiedad. Bernardo Benzano conocía en todos sus detalles la historia de amor perpetuo del matrimonio Tana: el invernadero de la iglesia había sido rescatado en medio de la demolición de la casa del arroyo Doña Flora.
"El amor puede ser la poesía del hombre que no hace versos. Tal podría afirmarse de este pequeño japonés de rostro receloso, que entreabre la puerta cancel de su casa para negarse a toda entrevista. El cabello entrecano, los ojos negrísimos, la estatura corta, la cortesía extremada, configuran un típico hijo del Imperio del Sol Naciente”.
Así comenzaba una extensa nota realizada por el recordado colega Ignacio Covarrubias, hace más de treinta años. Se refería a la entrevista que logró concretar, en la ciudad de Rosario, con el doctor Katsusaburo Miyamoto, medico, botánico, veterinario pero por sobre todo sabio japonés que llegó a la Argentina allá por 1919, contratado por el Ministerio de Agricultura para trabajaren el Instituto Bacteriológico.
Por muchos motivos este sabio saltó varias veces a la notoriedad y lúe suceso periodístico no sólo en el país sino en el extranjero, como cuando, por ejemplo, salvó de una muerte segura al pino de San Lorenzo, aquél bajo cuya sombra el general José de San Martín redactó el parte respecto de la victoria en la histórica batalla. Las raíces de aquel legendario árbol habían sido atacadas por un extraño microbio y habían resultado estériles todos los tratamientos botánicos conocidos.
Fue seguramente su mayor logro, el hecho de aislar la hormona anxesina y, mediante un procedimiento sólo por él conocido y que jamás reveló, consiguió embalsamar el cadáver de su esposa, que mantuvo en su casa durante años sin dar aviso a las autoridades. El profundo amor que le profesaba a Carmelita América Colombo, una mujer de familia genovesa que conoció en Rosario en 1931 y con la que contrajo matrimonio un año después, hizo que infringiera expresas normas legales y municipales y decidiera continuar su vida de siempre, compartiendo todo su tiempo con el cadáver del gran amor de su vida.
Al referirse a esta increíble historia, nuestro colega Ignacio Covarrubias no vaciló en afirmar que “tiene un eco de Madame Butterfly con algo de Edgar Allan Poe”. Desde luego, esto es sólo un fragmento en la vida maravillosa de este sabio japonés, que durante años asombró a cuanto visitante fuera a su casa con un verdadero zoológico de animales embalsamados con técnicas por él perfeccionadas y sólo por él conocidas. Escuerzos, lagartos, escorpiones, tortugas, gatos y perros parecían desafiar la eternidad con una impresionante apariencia de estar vivos, manteniendo su peso, su estatura y los ojos abiertos y la mirada brillante, todo entre bosques "enanos" de cipreses, pinos, eucaliptos y algunas especies exóticas.
Miyamoto había logrado aislar, en forma líquida, una hormona del crecimiento vegetativo. Después de pacientes estudios, durante más de un cuarto de siglo, consiguió aislar la auxesina bajo forma de piedra que, utilizada como abono, aceleraba diez veces el crecimiento de las plantas. Muchas instituciones intentaron convencerlo de que industrializara su invento, lo que lo hubiera convertido en millonario. Pero él nunca aceptó. Prefirió defender celosamente una soledad dedicada a sus dos aficiones más caras: el amor y el cariño hacia su mujer, a la que realmente idolatraba, y el estudio de la eonosomía (de “eono”, eterno; y “somía”, cuerpo).
Por todo ello, cuando en el mes de julio de 1959 se produjo el fallecimiento de Carmelita Colombo, muchos pensaron que Miyamoto no resistiría el dolor y la angustia, y que su cansado corazón le jugaría una mala pasada. Pero no fue así.
Sobreponiéndose a duras penas a tanto infortunio, el sabio se encerró en su vieja casona de la calle Buenos Aires al 1500, y en el mayor de los silencios inició el proceso que derivaría en el mayor asombro científico: la conservación del cuerpo de Carmelita, aun sin extraer las vísceras.
Nunca, a nadie, reveló el secreto de su sensacional descubrimiento. Sólo se sabe que inyectó ácidos y sales en el cadáver de la mujer, que mantuvo envuelto mucho tiempo en paños mojados, mientras pacientemente iba eternizando los cabellos mediante un proceso que comenzaba en la cabeza.
Esta historia, donde el amor y la ciencia caminan juntos de la mano, no estaría completa si no contáramos el final.
Durante años el sabio Miyamoto logró mantener en secreto aquel logro. Sin embargo, en 1967, requerido por instituciones científicas de su país, debió marchar con destino a Tokio. En la antigua casona de Rosario quedó el cadáver embalsamado de su esposa, protegido tal vez por aquel zoológico en miniatura y por los bosques “enanos”.
Cuando, en razón de los compromisos científicos que se presentaron en Japón, Miyamoto se dio cuenta de que su estada se iba a prolongar mucho más de lo debido, comenzó a reclamar, vía consular y en forma insistente, el envío del cuerpo de su amada Carmelita. Aquí, la desidia, la negligencia y la burocracia conspiraron en su contra y su angustioso pedido nunca fue atendido.
Enfermo, dolorido, cansado de vivir, Miyamoto murió en 1970 en su país natal, aguardando inútilmente reunirse con su amada.
Como prueba de este caso increíble, en el Museo de Anatomía de la Facultad de Ciencias Médicas de Rosario se exhibe, en una de sus vitrinas, el cuerpo petrificado o momificado de Carmelita Colombo.
Llama la atención de los visitantes la tersura de la piel y el brillo casi vital de los ojos, todo lo cual habla con elocuencia de la perfección del método utilizado y, sobre todo, de la fuerza del amor, un amor que Miyamoto logró eternizar recorriendo los insondables caminos de la ciencia, más allá del dolor y de la muerte.
Sdrech, Enrique (2001). Crímenes famosos. 50 años de investigación periodística, Buenos Aires, La Grulla, pp. 175-178.
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