Leo El Evangelio Apócrifo de Hadattah (1981), de Nicolás Peyceré.
Se trata, como lo indica su título, de una reescritura de los evangelios. Es la historia de Jesucristo narrada por una mujer ciega llamada Hannah, a quien nadie escucha, excepto una muchacha núbil y nosotros, los lectores.
Peyceré escribe una lengua extraña, antigua. Se vale de las notas al pie para aclarar un vocabulario con resonancias del hebreo y del arameo. Laiseca en una conversación con Libertella dice que con esta obra el lector, como por arte de magia, adquiere la capacidad de leer arameo. Ahí hay un gran acierto.
El otro acierto es cómo este escritor y psicoanalista, admirado por Fogwill, Aira y Laiseca en los años 80, narra a través de la descripción.
Peyceré escribe textos breves capa sobre capa. Adjetiva, nombra objetos, telas, olores, sabores y a través de la descripción crea imágenes capturadas pero en movimiento. El efecto de lectura es fantástico.
El Evangelio Apócrifo de Haddatah, de Nicolás Peyceré es un libro extraño y sensual. Parece haber sido escrito desde un tiempo sin tiempo, pero con la letra de un escritor argentino, que se detiene a observar y desgajar capa por capa una antigua historia de amor y sacrificio. Amén.
Va una muestra gratis:
Estaban los montes bajos mezclados con las arboledas, los peñascos entre los matorrales, las fieras sueltas muy silenciosas, altos navegaban los pájaros pardos. Cuando ella más que del frío se estremecía por su penar. Pero se escuchaba hablar y risa desde la maleza, y había huecos, entradas hoscas. Se vieron sombras inquietas donde las rocas estaban partidas. Y ella entre sus fríos tuvo esperanza de ser amparada, cuando con el temblor tenía dolores que deshacían sus caderas; de modo que fueron y llamaron a las risueñas, porque los dolores a ella le deshacían las caderas y suspiraba muy aprisa, no cerraba sus labios. Así entraron en aquella quebradura entre los riscos donde había una gruta que servía de henil, y era de varios codos de ancho y doblado el largo. Hubo mujeres forrajeadoras, guardando hierba segada seca para los animales mansos, que advertidas acudían hasta Maryam, solicitas le quitaban el manto y la piel de oveja, y empujaban entrando animales tranquilos para calentar el aire; luego había calor y leve humedad por los alientos. Cuidadoras celosas de pies seguros, de compasión por los lamentos, donde había flores carmesíes, ayudaban a la madre; después le hacían apoyar las rodillas sobre piedras lisas, la impulsaban a poner voluntad para tener al hijo. Y el hijo nació. Y lo dejaron entre los muslos de la madre tocándolo para que gritara, entonces se desencogía y gritaba. Ella envolvió al primogénito entre lienzos lo puso en una artesa de madera; ellas hablaban como agua susurrante; ella encomendó el niño a 'Abiyyahu1, aquel que engendró la tierra. Pronto llegó la aurora, despertáronse los tallos, abriéronse las hojas, saltaban los pájaros y la brisa en las plantas despojaba del rocío.1 'Abiyyahu (hebreo): "Yahveh es mi padre"; Dios padre.

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