lunes, agosto 03, 2009

Fresco de época para una novela urbana (Juan José Sebreli, sobre Un horizonte de cemento)




1940: La guerra estaba lejos y nosostros nos enterábamos de los avances nazis en Europa, de la caída de París o de los bombardeos de Londres a través de la voz de Taquini o de los noticieros de El Porteño. Buenos Aires vivía plácidamente los últimos años de la década infame, alborotada tan sólo por algún pequeño escándalo local: el negociado de las tierras de El Palomar y el consecuente suicidio de Guillot. Era aquel el año de Lo que el viento se llevó y de La mujer del panadero, de los zapatos con plataforma y sin punta, del palmbeach, de la búsqueda de la "llave de la felicidad" dentro de un jabón popular, del bar automático, del "qué le dijo", de Carmen Valdés en el radioteatro de las tardes, del diario El Sol, de la flor de la Maffia, de Baigorri y su máquina para hacer llover, de Mate Cocido, de Eva Duarte trabajando de extra, de la conga cubana suplantando al lambertwalk. Ese año tan cargado de cosas olvidadas y de signos ya casi indescifrables, Bernardo Kordon, que contaba veinticinco años –el que esto escribe tenía entonces sólo nueve– y ya era autor de tres libros –La vuelta de Rocha, Candombe y Macumba– publicaba su primera novela: Un horizonte de cemento. Se iniciaba el ciclo literario de una generación de novelistas precisamente llamado del “40”, cuyos representantes más lúcidos llevarían a cabo la tarea de introducir en la novelística argentina la historicidad y el tiempo concreto, realizando los primeros intentos de un realismo crítico que superara el chato naturalismo de las generaciones anteriores, mérito que injustamente les será escamoteado por las generaciones que los sucederán. Por eso consideramos muy útil que los nuevos lectores de este sombrío 1963 descubran Un horizonte de cemento, tal vez la primera novela, cronológicamente, de la generación del 40 y donde se pueden encontrar las mejores cualidades de la literatura de esos años.

El sentimentalismo –socialista o evangélico– que caracterizó la literatura de comienzos de siglo y se extendió hasta la del grupo de Boedo, acostumbraba tratar con simpatía a los miserables, a los fracasados, a los bandidos, pero presentándolos siempre desde afuera, como un espectáculo exótico. La piedad humanitaria y la disección sociológica son formas escépticas de mantener alejados la suciedad y el mal. Se trataba de escritores honestos que hablaban a los lectores honestos sobre gente deshonesta. Ambos, autor y lector, se sentían satisfechos y con la conciencia tranquila, infinitamente buenos y de espíritu amplio, porque eran capaces de derramar piadosas lágrimas de compasión por las pobres gentes. Muy distinto es el caso de Kordon en Un horizonte de cemento, quien adoptando el género autobiográfico impuesto por la picaresca española, muestra al miserable desde dentro, desde su propia subjetividad, reivindicando hasta el peor de sus crímenes. Porque desde el fondo de su mísera abyección, el miserable se prefiere a toda la sociedad que lo condena. Para asumir la defensa del culpable, Kordon adopta el uso de la primera persona y en lugar de poner al lector en contacto directo con el objeto, ocupa conscientemente el papel de mediador y encarna la mediación en un relato ficticio del Yo-protagonista. Es el propio miserable que nos habla desde el fondo de su noche. La voz carnal de Juan Tolosa, el Linyera, es una conciencia, una subjetividad pensándose a sí misma, y percibiendo y pensando al mundo que lo rodea, condenado desde su fracaso social a esa humanidad satisfecha que pulula por las calles de Buenos Aires, “a esa raza de gente que va muy tranquila y muy segura, convencida de que nunca se morirá y muy contenta de sí misma”. Es a nosotros, a quienes tiene el atrevimiento de dirigirse, es a nuestro dinero, a nuestro honor, a nuestra cultura, a nuestras comodidades, a nuestras importantes ocupaciones, que este linyera rechaza conscientemente para preferir la libertad de los caminos que no conducen a ninguna parte o al calor acogedor de una mesa de café en “el buen clima de las luces”, porque él, “Juan Tolosa siempre ha sabido agarrarse a la vida con toda el alma. Y lo más humano de un hombre es saber compartir un trago para contar sus cosas a los otros y escuchar de ellos las suyas”.

Juan José Sebreli

Prólogo a Un horizonte de cemento. Buenos Aires: Siglo Veinte, 1963.

1 comentarios:

JMartín dijo...

Serbreli, mas q potenciar a nadie lo tira para abajo, por mas q se haga el intelectual comprometido.

 

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